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Un sistema corruptor

Dice la sabiduría popular que la casa más limpia no es la que más se barre, sino la que se ensucia menos. Lo mismo podríamos decir en el caso de la corrupción: el país más íntegro no es aquel donde más personas son sancionadas, incluso con la cárcel, a causa de la corrupción, sino aquel en el que menos actos de corrupción ocurren.

Y esto que planteo no es mera ocurrencia mía, puesto que académicos que llevan muchos años estudiando el tema, como el doctor Mauricio Merino, así lo han expresado, y no es que se deba dejar de lado el castigo a quienes se han aprovechado de manera indebida de los recursos públicos, de la manera que sea, sino que es más importante crear condiciones para: (1) hacer cada vez más difícil que una persona participe en un acto de corrupción, y (2) se puedan recuperar los bienes que se obtuvieron como producto de un hecho de corrupción para que sean utilizados en beneficio de la población.

Ambos objetivos resultan complejos y no es realista esperar cambios significativos en el corto plazo. Tal vez resulte difícil imaginar por qué puede tomar tanto tiempo resolver esto, pues hay un lugar común que establece que México tiene las mejores leyes del mundo, sólo que no se aplican, por lo que intuitivamente podría pensarse que basta con aplicarlas para poder detener a los corruptos y otros transgresores de la ley, y que, si no se hace así, es sólo porque les falta voluntad a las autoridades. Al respecto habría que considerar lo siguiente: nuestras leyes están hechas de manera que propician corrupción e impunidad, y existe una red de complicidades tan amplia que asegura la impunidad.

Respecto a lo deficiente de la hechura de nuestras leyes, ayer mi colega David Gómez Álvarez hizo notar en su columna las deficiencias de la Ley de Compras Gubernamentales de Jalisco, que se supone que mejoraría la vigilancia en las adquisiciones públicas, y al parecer logró lo contrario, conforme a su análisis: “Le pasaron la responsabilidad de las compras a las cúpulas empresariales (…) y restringieron las adquisiciones para favorecer a empresas locales, inhibiendo así la libre competencia y provocando conflictos de interés”. De modo que, si la ley está hecha para propiciar trampas, tanto la Contraloría, como la Auditoría Superior del Estado o la fiscalía anticorrupción podrían llegar a la conclusión de que todo fue legal, aunque sea tramposo.

Por lo que se refiere al solapamiento y la impunidad, también ayer el periodista Jaime Barrera reveló a través de su columna el hecho de que abogados de gente implicada en otra denuncia por corrupción quisieron negociar un intercambio de impunidad con algún integrante del Sistema Anticorrupción del Estado de Jalisco, con el compromiso de no denunciar las irregularidades que tiene el programa de arrendamiento de maquinaria, en el cual se sospecha que hubo conflicto de interés, de lo que se ha dado cuenta en las páginas de NTR Guadalajara. De acuerdo con Jaime Barrera el intento de negociación fue rechazado, pero daría cuenta de una cultura de intercambio de favores en el que estarían implicados muchos integrantes de nuestra clase política.

Debido a lo anterior, es claro que no es realista esperar resultados inmediatos en lo que se refiera a poner un alto a la corrupción. Pero el problema no son sólo las personas y su falta de voluntad para actuar. Ojalá así fuera. Sin embargo, no es así. Como bien lo mostró Luis Estrada en su película La ley de Herodes, el sistema político mexicano está diseñado para corromper, por lo que más allá de los buenos deseos e intenciones de cada individuo necesitamos ir creando reglas del juego que favorezcan la integridad y dificulten la corrupción, y no al revés, como actualmente ocurre, y para ello necesitamos fortalecer nuestro sistema anticorrupción y no hacerle el juego a los corruptos desmontándolo.

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@albayardo

JJ/I