INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

Sexo y violencia (II)

En las últimas semanas, quienes trabajamos en un ámbito universitario hemos sido testigos de las denuncias de mujeres que han colocado sus testimonios en las paredes de los edificios y en las redes sociales, usando una etiqueta en común, que las identificaba como un movimiento: #escuchaITESO, de donde también se derivaron otras etiquetas que incluían el #MeToo como prefijo al nombre de las universidades a las que hacían referencia. Debo decir que esto me ha provocado un conflicto interno.

Por un lado, es innegable la violencia estructural y sistémica que viven las mujeres cotidianamente. Carecemos de un orden legal que dé protección oportuna y suficiente; las víctimas, cuando se atreven a declarar, generalmente son revictimizadas: “Ud. se lo buscó”, “es por la forma en la que viste”, “eso le pasa por salir de noche” (…)  se les deja con todo el peso de la prueba, lo que, en ciertos casos, lo vuelve imposible porque la denuncia ocurre meses, años después del hecho. “¿Por qué no denunciaste a tiempo?”, es la crítica que deja de lado que una niña de 14 años difícilmente está en posibilidades de iniciar una serie de procedimientos jurídicos o penales. Y eso por no hablar de la complicidad que existe en ciertos espacios en los que se protege al agresor en la medida en la que éste cuenta con poder. Por eso, el movimiento original #MeToo tuvo tanta importancia: porque señalaba estas redes de complicidades, desnudaba el sistema, y detrás de las denuncias había mujeres valientes que daban la cara para decir “esto me pasó a mí también”.

Por el otro lado, me temo que en el caso de las universidades el movimiento se ha desvirtuado y comenzó a ser banalizado. Aunque es comprensible el uso del anonimato por situaciones como la que describí arriba, tiene el problema de disminuir el nivel de responsabilidad detrás de la denuncia. Este fenómeno es bien conocido en redes sociales: a medida en la que la identidad de una persona está escondida, ésta se permite conductas que de otra manera no consideraría aceptables (esta es una de las razones por las que periódicos, como El País, ya no aceptan anónimos en sus cartas). Pero también existe un problema y es la imposibilidad de fomentar el diálogo: se asume que el transgresor es irredimible, se le acusa sin una finalidad en específico, más allá de visibilizar el problema, y se desentiende de las consecuencias de la denuncia.

No pretendo decir que la violencia contra las mujeres sea equivalente al desprestigio, pero tampoco puedo asumir que para corregir uno sea necesario el otro: me parece una falsa disyuntiva. Se debe trabajar para crear mecanismos de denuncia que privilegien la protección de la víctima sin crear en el proceso nuevas víctimas. Las pérdidas potenciales para una persona acusada injustamente también pueden ser devastadoras. Es importante que, en la medida de lo posible se busque un diálogo que eduque: es muy común que nos equivoquemos en nuestras relaciones con otras personas por una gran variedad de razones: por nuestra educación, por nuestra cultura, por omisiones que carecen de dolo, pero que son interpretadas por el otro como agresiones.

Hace algunos años, en un foro abierto en la universidad, un estudiante admitió que probablemente muchas de sus conductas serían calificadas como “micromachismos” y que pedía que por favor le ayudaran a diferenciar entre lo que era aceptable de lo que no, a lo que una joven le espetó que ella “no estaba ahí para educarlo”. Ese me parece un grave error, y más en un contexto universitario: debemos hablar para buscar mejores formas de relacionarnos. Finalmente, la construcción de sociedades más libres, más respetuosas, en las que se protejan los derechos de todos, es responsabilidad de todos, y eso implica hablar claramente y en su momento de lo que no nos gusta. Es parte de educar para la paz.

[email protected]