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Sobre los estornudos

Esa mujer dejó de gustarme el día que la escuché estornudar.

Parecía una princesa, y todo parecía coincidir: en poliéster y en seda, coincidían los gestos de meñiques, la forma del cuello y la desdeñosa escasez de sus labios; coincidía la forma de mentir y una presencia de ánimo evanescente y distraída. Unos ojos hermosos y vacíos.

Menos eso: cuando la escuché estornudar todo se vino abajo: ese no es el estornudo de una princesa, pensé, atónito; podría ser de una vendedora de rosas, una importante estadista, acaso una modelo de pasarela, pero, definitivamente, no se trataba del estornudo de una princesa.

Después de eso, todo simplemente se desmoronó: la situación ya no era creíble, era como pelear con un gigante con voz de helio: tarde o temprano ibas a reírte en medio del combate y la pelea se iría al carajo. Y fue justo lo que pasó. La chica era una mujer común. Linda, claro, atractiva como el deseo. Y minuciosamente común.

A otra cosa.

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La saliva pulverizada, los ácaros en tránsito y restos del mundo salen expulsados a sesenta kilómetros por hora cuando ocurre un estornudo, y se ha planteado que si alguien intentara no cerrar los párpados, los ojos saldrían disparados desde sus cuencas a velocidades de crucero.

Esta columna recomienda no intentarlo: cierre usted cuando estornude, como marcan las buenas costumbres, y no le juegue al dibujo animado.

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Ciertas luces provocan estornudos a una fracción importante del mundo. De igual forma, la exposición a un poco de luz es buena cuando uno queda a la mitad, esas cosquillas detrás de la punta de la nariz y los ojos que no acaban por ponerse en blanco.

Sería bueno identificar a los más sensibles y estarles provocando el estornudo a flashazos, a la discre, nomás por joder.

Por el contrario, cuando se pretende detenerlo, se debe poner cara de seductor al revés: dientes sobre labio superior. Pero no lo haga si no es estrictamente necesario: se verá ridículo y se han documentado casos de gente que dolorosamente implota.

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A veces la vida te da la solución al memorama. Lo supe meses después, a mitad de alguna fila y a tres cuerpos de una mujer que parecía perfectamente común.

Me perdía, somnoliento, en el gris de la situación cuando la escuché estornudar. Y fue lo más hermoso que haya escuchado: a la chica se le colaba la monarquía por la nariz y ni se daba cuenta ni le sacaba partido.

No me aprendí su nombre. Preferí que terminara y se fuera, me esforcé por no verla directamente: es que algo así, como los colibríes, no se puede apresar: no hace falta quedarse con ella o dejarla quedarse con uno: es la belleza auténtica de lo efímero.

@_pausaparafumar

JJ/I