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Modelos

Esta semana platicaba con mis alumnos sobre la verdad y cómo se relaciona ésta con la realidad. Les decía que los humanos somos entes explicativos: nos gusta conocer la razón de las cosas y cuando no lo logramos, generamos hipótesis que dan sentido a nuestras experiencias; a medida que encontramos situaciones que confirman nuestras ideas, éstas se van convirtiendo en modelos explicativos de mayor amplitud que usamos para dar cuenta de más situaciones. De estos procesos nacen las cosmogonías: nuestras ideas del comienzo de todo.

Estos modelos tienden a ser muy estables, sobre todo en la medida en la que son compartidos por más personas, y de alguna forma pasan a ser parte de nuestra identidad; en más de una manera, somos aquello en lo que creemos. El problema surge cuando comienzan las discrepancias. Si somos honestos con nosotros mismos, buscaremos la manera de incorporar la información nueva y que apunta en otro sentido dentro del modelo, y en caso de que esto no sea posible, podríamos llegar al punto de cuestionarlo e incluso abandonarlo. Kathryn Schulz escribe en su libro Being wrong que esto es difícil, ya que la experiencia de saber que estamos equivocados es dolorosa, humillante. Quizá por eso es que existen ciertos mecanismos de autoengaño que utilizamos para proteger nuestras creencias; por ejemplo, sesgamos la información: en redes sociales solamente seguimos a quienes piensan como nosotros y evitamos a los que sostienen posiciones distintas, y si acaso interactuamos con ellos es para ridiculizarlos, rara vez para escuchar sus argumentos.

Es un lugar común decir que nadie es dueño de la verdad, y, sin embargo, vamos por la vida actuando como si nosotros fuéramos la excepción, asumiendo que nuestros modelos son los mejores para explicar la realidad. Aquí cabe hacer la diferenciación entre los modelos religiosos y los científicos: aunque ambos son aproximaciones a la complejidad de la realidad, uno depende de la fe y de su aceptación mientras que el otro depende de la duda y del cuestionamiento. Así, las religiones se han mantenido sin cambios a lo largo de centurias, y es necesario que haya evidencias irrefutables para que se modifiquen (en el caso de la fe católica, es necesario que haya concilios para que se logren acuerdos que vayan modificando el canon, y aun así, es necesario usar la fuerza del dogma papal para lograr los cambios). La ciencia es un poco más modesta, carece de artículos de fe, lo único que pide es que se presenten los medios para que cualquier persona pueda evaluar las afirmaciones hechas por el nuevo modelo. A veces es tan radical la transformación que el nuevo paradigma no puede ser explicado utilizando las herramientas del previo; es lo que Tomas Kuhn llama la inconmensurabilidad en su libro La estructura de las revoluciones científicas.                                  

Nuestros modelos, por preciados que sean para nosotros, son aproximaciones imperfectas a la realidad (el que podamos conocer la realidad en sí misma es uno de los problemas filosóficos fundamentales), así, haríamos bien en ponerlos en duda de vez en cuando. No de manera necia, como lo hacen quienes aseguran que la Tierra es plana, de nuevo, eludiendo toda la evidencia que va en contra de su esquema; sino de manera ordenada, lógica, sopesando los pros y los contras de aquellas fuentes que sean creíbles en función de su argumentación, no de su poder, influencia, o estridencia.

Lo anterior nos sería en extremo útil para mejorar nuestros modelos políticos, sociales, económicos, etc. Y quizá de paso, hacernos un poco más tolerantes. Después de todo, no somos dueños de la verdad.

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