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¿No está chido?

Supongo que los lectores estarán familiarizados con la campaña “no está chido” del Consejo de la Comunicación. En esta campaña se parte de la premisa de que los menores de edad (menores a 18 años cumplidos) no deben tener acceso al alcohol ni al tabaco. La pregunta que yo me hago es, ¿por qué no? Vayamos por partes.

Lo primero es separar al alcohol del tabaco; es un error mezclar ambas sustancias en un mismo esquema (me referiré principalmente al alcohol en este artículo), porque el tabaco no tiene ningún beneficio a corto ni a largo plazo sobre el organismo, sin importar las dosis, mientras que las bebidas alcohólicas pueden llegar a tenerlo, dependiendo de la cantidad y tipo de bebida; es cierto que hay debate aún sobre los efectos benéficos del vino tinto, pero podemos partir del hecho de que las bebidas alcohólicas son alimentos también, incluso en un grado mayor que los refrescos gaseosos.

En cuanto a la edad, realmente parece una distinción muy arbitraria que un joven de 17 años y 11 meses tenga un nivel de autonomía marcadamente menor de otro joven con un mes más de vida. No hay diferencias razonables entre uno y otro más allá del reconocimiento legal, pero en términos psicológicos y fisiológicos, son indistinguibles. Habría que reconsiderar esta frontera de los 18 años, la cual, dicho sea de paso, varía de país a país. Es cierto que, a menor edad, al organismo se le dificulta procesar el alcohol por lo que es evidente que no puede consumir las mismas dosis un niño de ocho años que un joven de dieciocho.

¿Pero un niño no puede consumir ninguna dosis de alcohol? ¿Qué hay de los postres o los chocolates envinados? Por más que busqué en la página oficial del Consejo de la comunicación, no hay referencia a un solo artículo científico que hable de los efectos del alcohol en niños o adolescentes; es decir, su campaña se basa en un punto de vista moral. Al respecto, un estudio publicado por el Journal of Cognition and development indica que los niños desarrollan una relación con la comida (y la bebida) en función de su entorno social: “aun si un niño no ha probado el vino, es testigo de cómo las personas beben alcohol, observan si se consume o no con la comida, si las personas lo beben solas o acompañadas, y si hace que se sientan felices o tristes […] La manera en la que los niños aprenden sobre el vino y el consumo de alcohol marca el tipo de hábitos que tendrán a lo largo de su vida” (https://doi.org/10.1080/15248370902966636).

El prohibicionismo rara vez funciona, y de esto hay amplias evidencias históricas. La solución radica entonces en un enfoque distinto: en la educación sobre el consumo. En otras sociedades, como la francesa, la italiana o la española, al alcohol (sobre todo el vino) se le considera parte de la cultura y no es mal visto que a los niños se les introduzca en el consumo responsable del mismo. Por contraparte, vemos cómo los springbreakers llegan a México a emborracharse porque súbitamente tienen acceso, pero nadie les ha enseñado cómo reconocer sus límites y mucho menos a disfrutar de las bebidas: ellos las consumen por el efecto esperado, no por disfrutar el sabor, el olor, las texturas y los matices de las bebidas. No saben discriminar.

¿Queremos eso para nuestros jóvenes? ¿Que no sepan conducirse con las bebidas alcohólicas? Al igual que con los temas de la sexualidad, si queremos que se conduzcan con responsabilidad, tenemos que formarlos; es importante quitar mitos y tabús moralistas, y, sobre todo, es importante dotarles de las herramientas para que ellos formen su propio criterio y puedan tomar mejores decisiones.

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da/i