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De ‘encostalados’ y el lenguaje cómplice

El 14 de marzo de 1967 descubrieron un cadáver en la Presa Las Pintas, en Tlaquepaque. En un periódico local está la fotografía de la víctima: envuelta en un costal, aparecen parte de su cabeza, sus pies, calcetines y calzado. El título de la nota es “Arrojaron a una presa un cadáver encostalado”. El texto informa que presentaba una herida en forma de oval en el costado derecho, pero que no se pudo precisar cuál fue el arma utilizada. El cuerpo sin vida pertenecía a una persona de entre 65 y 75 años de edad.

La Presa Las Pintas se halla a 10 kilómetros al sur de Guadalajara, precisa la nota informativa, a un costado de la carretera a Chapala. El cadáver sacado de ahí se encontraba en descomposición en un costal de yute. Luego de que vecinos observaron el bulto en las frías aguas del embalse, avisaron a la Policía y personal de la Cruz Roja sacó el cuerpo, que tenía de tres a cinco días de fallecido.

La noticia rondó por Guadalajara. Y creció cuando las autoridades consideraron que se trataban de los restos del desaparecido obispo de Ciudad Obregón José Soledad Torres Castañeda. Debió viajar a tierras tapatías su hermano, quien descartó que se tratara del prelado. El caso del encostalado mantuvo atentos a los tapatíos.

La palabra costal originalmente se refería a las piezas o sacos confeccionados con ixtle, utilizados para meter ahí maíz, frijol, chiles y otros productos agrícolas. Después llegaron los de yute, que protegían fertilizantes y diferentes productos químicos, y los de papel, que envuelven cemento o cal. La palabra derivó más tarde en los costales utilizados para deportes como el box o las artes marciales, además de que todavía se organizan carreras de encostalados, un juego tradicional mexicano.

Pero al menos desde los años 30 del siglo pasado, en la Ciudad de México, la prensa ya le daba otra connotación. Encostalar era, también, meter un cadáver en ese saco, como sucedió con el cuerpo hallado el 27 de septiembre de 1939 en la Ciudadela del Distrito Federal. Se trataba de un joven sinaloense, en un caso que atrajo la atención y en el que involucraron a un senador de esa entidad, a Rodolfo T. Loaiza, que luego desmintió los señalamientos. Se trató de un crimen que nunca se aclaró.

Además de los encostalados se usa en la jerga criminal, más recientemente, a los embolsados, o sea, los cuerpos o restos de cuerpos como los encontrados el viernes en Tlaquepaque. De 14 bolsas abandonadas por los criminales, en nueve revisadas sumaban los cadáveres de ocho mujeres y un varón, mientras indagaban el contenido de las restantes.

Las palabras no sólo informan o dan cuenta de los crímenes. El papel o función de las palabras no es pasivo. Las palabras que se usan pueden resaltar un asesinato, minimizarlo o encubrirlo. No es lo mismo informar que se encontraron víctimas de un asesinato dentro de costales o bolsas de plástico a dar cuenta de que se hallaron encostalados o embolsados, términos con un tono de desprecio. Es distinto hablar de un levantón a un secuestro. Antes se hablaba de “las muertas de Juárez”, cuando son “las asesinadas de Juárez”. La percepción de los crímenes oculta su gravedad y vileza mediante los discursos.

Las víctimas son revictimizadas al usarse palabras que ocultan que fueron asesinadas. Reproducir el caló o expresiones de la delincuencia es promover un lenguaje que aliena y justifica la violencia. Es aceptar cómo construyen una evasiva, inhumana y cruel realidad. Es adoptar expresiones canallas que los criminales utilizan para intentar aquietar en sus mentes las monstruosidades que cometen. No seamos sus cómplices.

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JJ/I