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Amazonia, el cinismo o la hipocresía de la destrucción

La selva del Amazonas se quema y el mundo observa perplejo el espectáculo del desdén o el fingido interés por apagar el fuego de parte del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, ese temible soldadote de la derecha más rancia del gigante sudamericano, quien reivindica que la vasta floresta no es del mundo, sino de los brasileños. Muchos menos ven en esos fuegos el efecto de políticas públicas de un gobierno autodenominado de izquierda, como el que encabeza Evo Morales en Bolivia, quien ha sido enormemente hábil en venderse como defensor de la madre tierra, pero no tuvo empacho en reformar las leyes para permitir la expansión de zonas agrícolas en los departamentos enclavados en la frontera con Brasil.

Y justamente es el fuego la herramienta más usada en el mundo para expandir los cultivos. ¿Por qué es más visible Brasil que Bolivia en un drama como el que padece la gran reserva de selva húmeda del planeta? Aunque la diferencia en superficie, población y recursos no dejaría lugar a dudas, lo cierto es que en esa discriminación positiva a favor de Morales tiene paralelamente una gran carga ideológica: autodesignarse de izquierda, parece ser, busca quedar blindado ante la crítica. Como si las buenas intenciones no fueran el pavimento hacia el infierno, cuando no son bien implementadas, o cuando disfrazan intenciones más vulgares que no se puede permitir usar como justificación un gobernante cobijado por los preceptos del socialismo. Palmaria demostración que en el campo de las ideas, la izquierda le ganó a la derecha hace mucho tiempo.

Esta columna no pretende valorar qué es mejor como modelo de gobierno, si la izquierda o la derecha, los liberales o los conservadores. Personalmente, creo que los gobiernos liberales, con fuerte sentido social, pero uso sensato y no clientelar del gasto público (no gastar más de lo que se recibe, regla de oro para no destrozar la economía; no regalar dinero, sino financiar proyectos viables y estimular las iniciativas económicas de los pobres, a quienes se asume como adultos maduros y no paupérrimos a perpetuidad) e integrados de forma pluralista tienen más capacidad para enfrentar los dilemas de la realidad, pero por discurso, son menos ambiciosos y los líderes carismáticos de cualquier tendencia, que podemos calificar cómodamente como neopopulistas, usan ese reconocimiento de los límites de la eficacia, como prueba de mediocridad o complicidad con el statu quo.

Lo cierto es que en Sudamérica vemos frente a frente a dos gobernantes de izquierda y derecha a la antigua (¿a la latinoamericana?), es decir, que niegan dignidad a sus oponentes y los estigmatizan como enemigos del pueblo: uno con un discurso cínico y el otro con uno hipócrita, pero que establecen políticas públicas contrarias a preservar uno de los patrimonios naturales más valiosos del mundo.

“¿Cuánta verdad necesita el hombre?”, se pregunta, en un libro famoso, el filósofo Rüdiger Safranski. La pregunta es una de las más pertinentes que se pueden hacer en los tiempos en que navegamos: el auge de la posverdad, el rechazo a la ciencia y la emergencia de relatos alternativos inundan la política ficción y explican en buena medida el triunfo del neopopulismo.

Pero como la realidad es necia, el bosque se quema. Ante la presión internacional, dos gobiernos fingen más o menos estar preocupados, las llamas crecen y con ellas, la disputa por cuál relato prevalecerá, al margen de que en el tema ambiental Bolivia y Brasil se parezcan tanto: sacrificar la naturaleza al negocio o al combate de la pobreza son dos caras del mismo dios Progreso.

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JJ/I