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El rostro y la báscula

Me tocó ver una basculeada enfrente de mi casa. A mí nunca me han basculeado los policías. Mis amigos me han contado que se siente horrible, pero nunca lo he experimentado.

Lo que para mí parecía terrible lo era más porque la persona basculeada lo afrontaba como algo normal, natural, esperado.

Ese día estaban dos patrullas al otro lado de la avenida con un detenido trepado en una de ellas, esposado a la estructura metálica empotrada en la caja de la camioneta.

Había cinco policías cotorreando en medio de las dos camionetas y uno más sentado en la cabina de la estacionada al frente. Uno de los que estaban de pie era mujer. Del detenido sólo se alcanzaban a ver las manos y los antebrazos elevados.

Por algún azar me asomé a la calle y vi la escena con curiosidad, intentando adivinar qué tipo de detención sería, imaginándome la edad y la cara de quien estaba esposado en la patrulla.

Los policías portaban sus fusiles reglamentarios cruzados por el hombro. Reían.

Las zonas peatonales por aquí son muy distantes y la gente cruza por en medio de la avenida, así que alguien llegó hasta el camellón intentando llegar al otro lado, justo por donde estaban los elementos de seguridad pública.

Ellos notaron la presencia del transeúnte, que aprovechó un corto espacio entre vehículos para llegar a la otra acera, pero no llegó porque uno de los agentes le hizo una seña con la mano ordenándole aproximarse.

El bato llegó adonde estaba el grupo de oficiales agarrando con los pulgares las correas de la mochila que cargaba a la espalda.

El breve interrogatorio era un mero trámite para iniciar el famoso registro precautorio del ya desde un inicio sospechoso.

Una gorra azul lo distinguía desde lo lejos, una playera guanga que le caía más abajo de donde debían estar las nalgas le daba un aspecto descomunal y más abajo se notaban los pantalones de mezclilla de piernas anchas con el tiro hasta las corvas.

En ese momento no lo distinguí, pero cuando ya se retiraba al girarse advertí que llevaba en el rostro unos lentes de sol gruesos que le tapaban los pómulos.

Luego del intercambio de palabras el bato siguió la instrucción de colocarse contra la patrulla con las manos apoyadas sobre el borde de la caja y las piernas abiertas en compás.

Le había entregado la mochila a uno de los policías y procedía a sacar objetos a su antojo. Todo lo que alcancé a ver que sacó fue una playera similar a la que llevaba puesta.

Simultáneamente, un policía a cada lado vigilaban al hombre y otro registraba minuciosamente los pliegues de su ropa.

Mis amigos me han contado que cuando estábamos morros los policías que los basculeaban les tumbaban el poco baro que traían, 50 pesos, 200. Yo no alcancé a ver que la víctima les diera dinero o que le hubieran quitado algo de lo que traía, pero me inclino a pensar que las mañas arraigadas son difíciles de erradicar.

Para empezar, se supone que el actual sistema penal acusatorio estipula que la Policía sólo puede molestar a las personas en su libertad o en sus pertenencias habiendo una razón para suponer que están involucrados en un ilícito flagrante. Y, de entrada, el único grado de intervención permitido es a nivel verbal.

Desde mi perspectiva directa, si bien lejana, no había absolutamente algún elemento verosímil para considerar que esa persona pudiera estar involucrada en algún delito. Ni siquiera en alguna falta administrativa.

Siendo los policías municipales quienes guían a la Guardia Nacional en el aprendizaje de labores preventivas es alarmante que las investigaciones por el delito de portación de rostro continúen cotidianamente como en el anterior sistema penal.

@levario_j

JJ/I