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El resentimiento como una de las bellas artes

Pesimismo, resentimiento, desconfianza son valores de nuestra época. Emergieron desde el fondo de la psique de las minorías que buscaban abrirse paso ya entrado este nuevo milenio para culminar una última gran revolución para los derechos, que nacieron para todos en el remoto 1789, con la famosa declaración que hizo a los hombres iguales y los hizo ciudadanos, entre los azares del combate de los revolucionarios franceses contra el antiguo régimen y las enfermedades extremistas inherentes a toda revolución.

Es una paradoja: la progresiva mundialización de derechos no ha traído la verdadera fraternidad, aunque somos más iguales y libres que nunca. Al parecer, ese nunca no es suficiente. Vaya, ni siquiera un poco de optimismo: me parece que jamás como ahora ha sido más sectaria una sociedad notablemente beneficiada por posibilidades de libertad económica, defensa de derechos civiles, acceso real a la educación y la salud, y que no repara en que vivimos la era del hombre común (hombre como Homo, género taxonómico que abarca lo humano: los hijos del humus, del limo, del polvo).

Si usted o yo fuéramos pueblo llano en la Edad Media, entre los antiguos mayas o en la gloriosa Roma, nuestra vida sería ninguna alfabetización, probable esclavización, derecho de pernada para los nobles, imposibilidad de litigar una injustica ante el rey o los nobles, nulos derechos jurídicos para mujeres, muerte o persecución de homosexuales sancionada por la costumbre, violencia de los poderosos como privilegio, mortalidad rampante. Eventual justicia divina, pero en el trasmundo.

La mejor demostración de que está en crisis la sociedad que emanó de la Ilustración es la naturalización de la intolerancia como discurso políticamente correcto. Más de alguno de los sabios y artistas que le dieron sentido a este mundo, de Voltaire a madame Stael, se sorprenderían de ver los efectos de las luchas civiles que potenciaron con sus textos o que registraron en sus testimonios.

Los que reclaman que los derechos sean cada vez más plenos, para mujeres, para homosexuales, para pobres, para discapacitados, parten de la premisa totalmente racional de que las minorías o los más vulnerables deben tener acceso pleno y directo a gozar de la igualdad. Irrefutable. Pero como hay una herencia milenaria de agravios (transmitidos, quizás, por un misterioso mecanismo sagrado muy parecido al pecado original), esto se asocia al derecho a ser expresamente agresivo y denunciar por crímenes ancestrales o individuales, al común de quienes ahora, por condición originaria, forman ese núcleo duro del heteropatriarcado, o de la burguesía, o de los explotadores, de acuerdo con la calificación asignada por el defensor de derechos de turno.

No pretendo decir que todo está bien: sociedad es conflicto. Llamo la atención sobre el derecho que se arrogan muchos activistas a dar rienda suelta al resentimiento y denunciar el mal encarnado por el resto de la humanidad. Por eso nuestras calles son más inseguras. Por eso los grupos que se manifiestan, excluyen naturalmente. Por eso se vandalizan monumentos. Por eso exigen a los periodistas que respeten su narrativa, aunque el periodismo por vocación debe contradecir los relatos oficiales, gubernamentales o de sociedad civil. Lo grave es que las intolerancias del sentido opuesto también están incentivadas para manifestarse. Y ante una autoridad que ha perdido la noción de proteger el espacio público y a los ciudadanos, los riesgos crecen. Asistimos así a la derrota, espero momentánea, de los valores ilustrados, esos de los que emergió la sociedad más desarrollada de la historia.

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JJ/I