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La amargura de Fox y Calderón

2 de octubre. Nunca se olvida

Una regla no escrita, pero escrupulosamente observada por quienes ocuparon el cargo presidencial, durante el largo período de dominación del partido oficial –PNR, PRM, PRI– fue el bajo perfil que asumieron al término de su mandato. Las excepciones que intentaron mantener su protagonismo fueron en los hechos sometidos al exilio político. Lázaro Cárdenas expulsó drásticamente a Plutarco Elías Calles. Más sutilmente, Ernesto Zedillo obligó a Salinas de Gortari a optar por el autoexilio.

El mensaje político era claro. El poder se concentraba en el usuario de la silla presidencial. En nadie más. La fórmula resultó funcional para el sistema político. Consolidaba el presidencialismo y le garantizaba condiciones de gobernabilidad. El único problema era que esta funcionalidad estaba indefectiblemente vinculada con el autoritarismo gubernamental. Quienes con la alternancia de 2000 pensaron en la posibilidad de un cambio, más temprano que tarde comprendieron que la sustitución de los individuos no solamente había dejado intocadas a las instituciones del régimen priísta, sino que, con sus acciones, provocaron severos daños estructurales y sociales, de los cuales aún padecemos sus consecuencias.

Los efectos del paso de los panistas por el Poder Ejecutivo fueron desastrosos. La regresión a la incipiente democracia provocada por Fox, en su afán de impulsar la candidatura presidencial de su esposa, y peor, su intervención ilegal para descarrilar la candidatura de López Obrador. Por su parte, Calderón, consciente del carácter fraudulento de su llegada a la Presidencia –“haiga sido como haiga sido”– y apurado por procurarse una mínima legitimidad, sin contar con un plan aunque fuera elemental, declaró la “guerra al crimen organizado” que convirtió al país en un gran cementerio y miles de familias que, hoy día, buscan a sus desaparecidos.

La debacle de este sistema tendría su corolario con el regreso del PRI. Peña Nieto se encargó de sepultar cualquier residuo de ilusión de perpetuarse, de nueva cuenta, en el poder. El tsunami electoral del 1 de julio de 2019 con el arribo de López Obrador, marca el final de un ciclo político y preconiza un cambio de régimen, con todo lo que eso implica.

En contraste con los ex presidentes emanados del PRI, que han adoptado un bajo perfil, observantes de la regla no escrita, los panistas que alcanzaron la Presidencia, uno de manera inobjetable y otro por la vía del fraude, no solamente no acataron la regla ni tampoco han exhibido una mínima discreción, sino que se han lanzado en una cruzada desesperada para atacar, un día sí y otro también, al actual habitante de Palacio Nacional. Más allá de los efectos que pudieran tener en el ámbito electoral el activismo desenfrenado de los ahora ex panistas, exhibe la miseria de las convicciones políticas de estos personajes, más cercanos a la picaresca que a la historia política.

Vicente Fox, luego de guardar un mutismo cómplice durante el sexenio trágico de Calderón, se declaró simpatizante de la candidatura de Peña Nieto. Calderón, por su parte, luego de regresarle la banda presidencial a PRI, omitió cualquier crítica a su gobierno y solamente reapareció para impulsar a su esposa –igual que Fox– para lograr la candidatura del PAN. Al no conseguirla, renunció a su membresía partidaria. En el futuro los historiadores darán cuenta del papel que esta dupla jugó en la decadencia del partido.

Alejados de los reflectores mediáticos, se han refugiado en Twitter, en el que han exhibido su profunda rabia y frustración ante la incuestionable popularidad de AMLO y el avance de la cuarta transformación. En su desesperación Fox fantasea en convertirse en el líder que espera la oposición, mientras Felipe experimenta el naufragio de su partido familiar. No resulta difícil imaginárselos sumidos en una profunda amargura, derivada de lo que nunca fueron, de lo que nunca pudieron, de lo que nunca tuvieron.

@fracegon

JJ/I