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El murmullo de la vida 

Los recuerdos son el pan que comen los viejos en la madrugada 

Juan José Arreola 

 

El presupuesto de la Secretaría de Bienestar para 2020, de 129 mil 350 millones de pesos, es para tres de los programas estrella del gobierno de López Obrador: Sembrando Vida, Pensión para las Personas con Discapacidad Permanente y Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores. Sin duda, un gran avance en la política social. 

La esperanza de vida no deja de crecer en México y en el mundo. En el inicio del siglo 20 el promedio era de 60 años; ahora, donde la economía florece, es poco mayor de 80 años. Los logros de las diversas tecnologías seguirán creciendo y con ellas se agregarán más años a la vida. 

Las personas cuya calidad de vida, en lo material, social y económico sea buena o adecuada, disfrutarán vivir más tiempo. Sin embargo, la soledad, la depresión, el abandono familiar, el maltrato, los suicidios y la sensación de no pertenencia al medio social son elementos que impiden vivir una vejez plena y satisfactoria, en comunidad, ya no digamos feliz. 

Pero en otros sectores sociales, el binomio pobreza y vejez siempre es un círculo; la vida se detiene cuando a la falta de dinero y a la ancianidad se agregan enfermedades, muchas incurables. En México, las patologías crónicas son características de la vejez. Convivir con ellas con dinero es complejo; sin dinero, un infierno cotidiano. En la ancianidad, la mayoría de las veces la muerte llega acompañada de periodos largos de dolor, incapacidades e indignidad. 

Habrá que preguntarle al Inegi si hay un divorcio entre longevidad y felicidad, ya que nos faltan datos estadísticos, pues pareciera que la mayoría de los ancianos en México no son felices.  

El viejo ha sido desplazado, su sabiduría no se aprecia; la idea de que era fuente de consejos es ya obsoleta. El viejo proverbio que decía que “todo anciano que se muere es una biblioteca que se va” es ya anacrónico en estos tiempos que corren. 

En las sociedades tradicionales, el viejo encierra en sí el patrimonio cultural de la comunidad, y en las sociedades milenial se ha trastocado la relación entre quien sabe y quien no sabe. El viejo se convierte en quien no sabe con respecto a los jóvenes que saben. 

La alta tasa de suicidios en la vejez se vincula a la sensación de abandono y soledad, sobre todo en un mundo hiperconectado, donde los viejos son relegados. La soledad es una constante en la vejez, una suerte de mala amiga de los años postreros. 

La medicina, en esta etapa de la vida, la senectud, tiene dos retos: o medicalizar la vida, esto es, procesos encaminados a detener el proceso de envejecimiento y a vivir una vida plena libre de dolor y sufrimiento, o medicalizar la muerte, prolongando la vida a pesar de la certidumbre del fracaso de las medidas terapéuticas y de la certeza del final. 

El anciano, sin los núcleos protectores de la sociedad y de la familia, tiene pocas esperanzas de vivir con dignidad. La cultura del descarte que denuncia el papa Francisco, así como la falta de solidaridad y compasión, característica de nuestros tiempos, aumentan los dolores propios de la edad. 

Valorar los criterios de política económica que se nos proponen para 2020, desde la perspectiva del bienestar o bien común, puede ayudarnos a discernir, opinar y participar activamente en apoyo de nuestros ancianos. 

Agregar años vale la pena si van acompañados de buena calidad de vida, dignidad y felicidad. Lo contrario, a mayor longevidad, mayor tristeza, carece de sentido y nos obliga como sociedad a procurar la mayor atención y acompañamiento a nuestros ancianos. 

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