INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

Libros 

En algún momento de mi vida fui una persona enamorada de los libros. 

No pasaban muchos días sin que leyera. Eran pocos los espacios en los que no estuviera leyendo. Las novelas eran mi gran amor. Las leía, me encantaba alguna y buscaba más sobre ese autor y entonces era su época, por meses completos. 

Entre las actividades que más satisfacciones me daban hace 15 años estaba ir a alguna librería, recorrer sus pasillos, comprar uno o dos libros, llevarlos a casa, quitarles el plástico, ver sus páginas, olerlos, acariciarlos con delicadeza, ver y rever sus portadas para después leerlos... (quienes quieren los libros nuevos saben que esa emoción es tan específica que merece un ritual completo). 

Al contrario de muchísimos lectores que conozco, las librerías de viejo, de segunda mano, nunca me conquistaron, pero entendía a la perfección lo que ellos me describían con amor: explorar, caminar, buscar entre pilas y libreros alguna joya maravillosa que fuese difícil de conseguir o cuyo dueño previo fuera alguien de importancia; con firmas o sin ellas. Incluso supe de una persona que encontró una primera edición firmada por el propio autor, abuelo de la persona a quien le regaló el libro. Una gratísima coincidencia. 

De niña me acompañaron colecciones de cuentos y fábulas ilustradas. Recuerdo decenas de libros de Disney que leía con mi mamá o en soledad, con rayones de crayolas incluidos, porque eran para mí objetos vivos que no tenían por qué permanecer impolutos. 

Luego ya tenía el Diccionario Enciclopédico Bruguera, que en aquellos años, los inicios de los 90 del siglo pasado (ah, la añoranza), no los veía más que en los puestos de periódico como envíos especiales que llegaban, de a tomo, cada dos semanas, y que un tío me compraba hasta formar el paquete completo. 

Después, en la adolescencia, llegó una colección de Club Joven Bruguera –también de manos de ese mismo tío que, hasta la fecha, les compra libros a mis sobrinos– gracias a la que descubrí la ciencia ficción y a un montón de autores que, de otras formas, no habrían llegado a mí: La guerra de los mundos, El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde, El dragón mágico y otros relatos, El castillo de los Cárpatos, La mariposa y el tanque, Robinson Crusoe, Platero y yo... Algunos aún están en casa de mi madre. 

Y fue gracias a Porrúa que pude seguir comprando libros, muchos de ellos incluso solicitados por mis maestros de la Universidad, obras que eran de precios accesibles, pero en las que encontré a Edgar Allan Poe o a Fiódor Dostoievski. 

Laura Restrepo, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Ángeles Mastretta, Alberto Ruy Sánchez, José Saramago, Isabel Allende, Almudena Grandes, Haruki Murakami, Álex Grijelmo, Milan Kundera... Cuánto amor, dolor, incertidumbre, deseo, añoranza y conocimiento encontré en sus páginas. 

Pero ya no más... 

Hace años que los libros no me quieren. Es como una pérdida de la fe. Leo algo y no logra atraparme. En estos últimos tres años he leído poquísimo. Y no he logrado descifrar a qué se debe. 

Pueden ser las horas que paso leyendo frente a una computadora, puede ser que la muerte de mi hija me tomó tan de sorpresa que los libros ya no pueden darme ni moverme tanto como antes lo hacían porque ya he vivido en carne propia un torrente de emociones que nada puede superar o simplemente porque, como en las relaciones humanas, un día ya no quieres lo que antes querías. 

Lo irónico es que la sensación hermosa la sigo teniendo cuando voy a una librería, pero ahora los libros que traigo a casa (porque sigo comprándolos) se quedan empacados, en espera de que cualquier día de estos se despierte algo de mi amor por ellos. 

Tal vez dejé de ser lectora y ahora soy consumista. 

O sólo espero a un libro. 

El correcto. 

 

[email protected] 

Twitter: @perlavelasco 

jl/i