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Navidades

En mi vida he pasado por tres grandes etapas en torno a las navidades. Cada una de éstas me ha traído reflexiones diferentes, sean en el momento en que ocurrieron o ya muchos años después, con la perspectiva que tiene a bien dar el tiempo. 

La primera de ellas fue, sin duda, la más feliz de todas. Y es la que tiene que ver con la niñez. Fueron años enteros de esperar con mucha emoción la temporada navideña. Y no sólo por los regalos, sino por todo lo que envolvía a esos momentos. 

Desde poner el árbol y el nacimiento, que no pocas ocasiones colocamos afuera, en el jardín de la casa de la agüe, para que los vecinos y quienes pasaban lo disfrutaran tanto como nosotros al hacerlo. 

Los borregos y pastores, los Reyes Magos, José, María, el Ángel y hasta el Chamuco metido en una improvisada cueva hecha con papel roca convivían entre enormes rosales y plantas de granduque. Las macetas de orégano y de hierbabuena servían como ambientación natural de un ecléctico Belén. Colocar e iluminar la estrella que anunciaba y guiaba a los adoradores del niño Jesús era, tal vez, la odisea más grande de aquel gran montaje. 

Desde días antes comenzaba la compra de heno y musgo (ahora es un atentado ecológico) y reponíamos las figuritas que el año previo se nos habían roto o perdido entre cajas. Entonces, el mercadito navideño se ponía afuera del Templo de San José, desde finales de noviembre, en pleno Centro de Guadalajara. De ahí nos surtíamos para además comprar los juegos de luces que se iban fundiendo con los años, para que el arbolito verde sintético que teníamos en casa estuviera lindo y bien iluminado para poner allí la cartita al Niño Dios, quien es el que suele rifar por estos lares del país. 

Después venía la comida. Siempre sabíamos, en aquel entonces, lo que cenaríamos, pues eran alimentos que sólo se preparaban para esas fechas. El lomo se pedía en la carnicería desde días antes, para no estar batallando. Esos pedazos de carne como en sábanas se ponían a cocer con laurel, ajo, cebolla y vinagre. El relleno, hecho con carne molida, tenía además pasas, aceitunas, almendras y especias que, junto con una salsa dulzona de jitomate, nos hacían babear desde el momento en que todo se estaba preparando. 

El ponche era señal inequívoca de que la Navidad había llegado. Ese olor maravilloso que invadía (e invade, en presente, para fortuna de los tragones) la casa familiar. Guayaba, caña, tejocote, manzana, jamaica, canela y azúcar recién quemado, con un chorrito de alcohol, para que se conserve sin problemas. 

Los buñuelos en dos modalidades, con azúcar y sin ella; a los segundos les tocaba su baño en miel de piloncillo, también hecha en casa. Los cuernitos para completar la comedera del lomo, junto con puré de papa y una ensalada verde (porque hay que mantener la compostura). 

Llegaba la noche y, con ella, la misa en la parroquia de la colonia, casi a medianoche, para regresar a cenar y, luego, arrullar al Niño y ponerlo en su lugar en el nacimiento. Después, intentar dormir, con ese nervio que presagiaba la llegada de los regalos. 

Apenas amanecía, Citlalli (mi prima) y yo bajábamos corriendo adonde habíamos dejado nuestro zapato para que el Niño Dios supiera que allí debía dejar los obsequios. Veíamos cajas envueltas en papeles de la época, chicas y grandes. Incluso algunas sin envolver. Momento de salir a la calle, casi en pijama, para compartir con nuestros vecinos los regalos que habíamos recibido. 

El 25 era una fiesta de juegos y recalentados, de visitas que traían “un bocadito” de comida de lo que sus respectivas familias habían preparado. El corazón se nos llenaba de felicidad, porque, además, entonces, poco conocía de la muerte y de aquellos que nos hacían falta. 

No puedo negar que estuve llena de privilegios. 

Lo estoy. 

Twiiter: @perlavelasco 

jl/I