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Patología del poder 

En 1992, Hans Magnus Enzensberger escribió en el diario El País un artículo al que tituló “Compasión con los políticos”. El longevo (tiene 90 años) poeta y ensayista alemán sostenía que era importante que se debía dejar de insultar a los políticos y en su lugar hablar de su miseria existencial, dado que quien entra en la política contribuye a decir “adiós a la vida, el beso de la muerte”. 

Anota al menos cinco evidencias para considerar al político como objeto de misericordia. Primero, dice que la vida de un hombre público es sumamente aburrida, pues es una actividad de continua “repetición inmisericorde”. Asiste a lo largo de su vida a largas reuniones y juntas que, como el lector ha experimentado, son sumamente tediosas, tortuosas y muchas veces insustanciales. 

En segundo término, las lecturas de oficios, informes, actas, comunicaciones, proyectos de ley, encuestas, propuestas, glosas, peticiones, estudios, son también letárgicas y cansadas. Si bien tiene un equipo de asesores que lean por él, al final debe leer los resúmenes interminables, las notas acotadas y los discursos empalagosos. No tiene tiempo para leer una novela, no se diga para leer poesía. Lo que sí le gusta y disfruta son las notas periodísticas alabadoras, pero detesta con furia las columnas críticas (“No me comprenden”). Sus colaboradores aprenden a enterarle de las primeras y ocultarle las segundas. 

El tercer punto es su interminable capacidad de expresión verbal. Se espera que hable de todo y que lo haga de forma ininterrumpida. Su facultad oral se verá limitada en algún momento, pero una tropa de escribanos (especialistas en temas ajenas al político) se encargará de escribir lo que tenga que decir en reuniones, como si en verdad conociera el tema. El problema es que, cuando se salga del guion, evidenciará su torpeza e ignorancia supina. Dice Enzensberger que, sin embargo, “el orador permanente pierde (…) la capacidad de expresarse con normalidad. La pérdida del lenguaje es una de las muchas mermas que conlleva el oficio”. 

Por otro lado, permanecer en la palestra requiere de una autopublicidad persistente y tenaz. Para ello recurrirá a todo tipo de acciones que lo sitúen en los reflectores: caminará entre multitudes como Jesús en el agua (“el penetrante olor a grupo que lo penetra todo”); se tomarán incontables selfis, abrazará niños y señoras, se calará los más ridículos sombreros y vestirá las ropas más estrafalarias y soportará “los rituales del orden jerárquico del gallinero”. Dice el ensayista que se verá “sometido a humillaciones que no puede evitar”. 

Por último, señala que el político profesional se ve sometido a la pérdida de soberanía de su tiempo. Debe estar sometido íntegramente a la agenda diaria, semanal, mensual. Sus tiempos libres –dizque vacaciones– también están plagados de reuniones privadas donde se congregan los más cercanos para tomar las decisiones que llevarán a cabo después de la supuesta pausa. El poder no tiene vacaciones y menos cuando cualquier desgracia osa sobrevenir en el momento menos indicado. 

El motivo más profundo de su miseria es que se encuentra en total aislamiento social, lo cual es contradictorio, pues el político está obligado a evitar la soledad. Esta paradoja puede conducir, a decir del autor, a daños mentales delicados, en un “dilema sin salida”. Mientras más sube en la escala del poder, más solo se encuentra de amistades y familiares, que serán suplantados por intereses y compromisos. 

Este aislamiento político produce un alejamiento malsano de la realidad y es, como la pareja engañada, el último que se entera de la realidad. De hecho, la seguridad obligada lo separa de la multitud y lo confina en una burbuja inquebrantable: el personal de seguridad también es su carcelero. Esta situación conduce, necesariamente, a un estado psíquico mórbido; a una patología del poder que reflexionaremos en la siguiente entrega. 

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