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Impunidad de clase 

Uno de los fines de la justicia es castigar a quien ha violado las disposiciones legales. No se trata de un castigo meramente vengativo, sino un castigo que tiene como uno de sus propósitos evitar que la persona vuelva a transgredirla, pero también disuadir a otros de que lo hagan. 

Casos como el de Lady Camaro o Joao Malek son trágicos y no deberían repetirse, pero ese concepto de justicia vengadora que todavía prevalece en gran parte de la sociedad respecto al castigo que deben tener las personas responsables de esos homicidios accidentales es arcaico e incluso dañino para las mismas víctimas indirectas. 

Hasta que estemos en una situación similar a la que han sufrido los familiares de las personas que fallecieron no podríamos entender a un nivel profundo lo desgarrador de esas pérdidas. Sin embargo, se nota en sus semblantes, se nota en la pesadumbre de sus palabras, cómo las emociones corrosivas los desgarran por dentro. 

En teoría, uno puede decir que es mucho más saludable aceptar la pérdida, superar el duelo, seguir con la vida conservando el recuerdo del ser querido y accediendo a una justicia reparatoria que permita trascender la condición de víctima. La verdad es que la complejidad del alma humana nos lleva a entender que no hay una sola respuesta válida a la manera de enfrentar un crimen como esos, y que las distintas alternativas legales, como persistir en el proceso penal o llegar a un acuerdo, tienen todas sus argumentos a favor y es cada persona quien tiene el derecho a emprender las acciones legales necesarias para llegar a la justicia que más le satisfaga. 

Para mí siempre ha sido más fácil concebir que una persona que ya murió no puede volver de ninguna manera ni nada nos puede devolver algo de ella, pero acceder a una compensación reparatoria por parte de la persona responsable es una posibilidad de usar esos recursos para trascender la situación fúnebre e imponerle algún castigo. Se puede buscar ayuda profesional con ese dinero, se puede dedicarlo a alguna causa en honor de la víctima, se puede garantizar que las personas que dependían de ella tengan una vida digna o buscar la manera de lograrlo. No se puede comprar para nada algo que tenga el valor de un solo momento con esa persona, pero se puede crear un valor para quienes permanecen después. 

Contradictoriamente, la situación nos habla de la escala de valores en una sociedad que privilegia el valor económico por sobre el valor ético de la persona. Una posición adinerada como la de las personas involucradas en ese tipo de percances les permite trivializar la enorme responsabilidad de conducir un vehículo. Ellos valen, o así lo sienten, más que el resto de la gente porque tienen acceso a bienes codiciables y pueden usarlos a su antojo incluso pasando sobre la ley, con la creencia de que nunca tendrán que pagar por ello. 

Joao y Keyla son tan solo dos casos recientes muy sonados de algo que ha pasado toda la vida y que el código penal no podrá solucionar. 

A veces no suena tan descabellada la idea del presidente López Obrador acerca de la necesidad de una revolución moral para abolir la ilegalidad y la injusticia, pero la ejecución de un proyecto como el que tanto prometió definitivamente no ha sido siquiera un poco la transformación que México necesita para terminar con esa impunidad de clase (y otras tantas dolencias de nuestra sociedad). 

No hay un gobierno (local o nacional) que tenga la autoridad moral para impulsar ese tipo de transformación, pero aquella se puede construir a partir de pequeños cambios que tengan congruencia entre sí de manera sostenida. Eso sí se puede hacer y eso hay que exigir. 

Twitter: @levario_j 

jl/I