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Cultura de la (i)legalidad

En términos generales, en México tenemos una relación muy complicada con las leyes. Aparentamos cumplirlas, al tiempo que buscamos la manera de no hacerlo; como muestra están las trampas de algunos negocios para abrir durante la pandemia, aunque no deberían hacerlo. Esa conducta suele ser aplaudida, y hay quien admira a quien se sale con la suya, aunque lo haga a costa de violar las normas. Es parte del reconocido ingenio mexicano. 

Esa actitud ante las leyes tiene una historia, y es producto de circunstancias que moldearon nuestra identidad nacional. Podríamos comenzar con la invasión española a lo que ahora es nuestro territorio. Como parte de su estrategia de dominación, los españoles prohibieron las prácticas religiosas indígenas y otras manifestaciones de la cultura originaria. La reacción de muchos pueblos fue la resistencia, unos de manera abierta y violenta, otros de formas más sutiles. 

Un ejemplo de formas sutiles de resistencia fue la incorporación de las imágenes que utilizaban en sus ritos dentro de la pared de los altares de los templos que fueron obligados a construir. De esa manera pudieron mantener su culto, aunque a la vista de los españoles la población indígena estaba aceptando las imágenes religiosas que trajeron de su patria. De aquí puede desprenderse la noción de que la ley es una imposición ventajosa y, por lo tanto, es legítimo violarla. 

Más adelante, durante el sistema colonial, aunque la corona de España había delegado muchas decisiones administrativas en sus virreyes, seguía elaborando leyes que debían regir en este territorio desde la capital, sin conocer ni tomar en cuenta las circunstancias en las que se encontraba cada virreinato. De hecho, se dice que algún virrey al leer las disposiciones que acababa de promulgar el rey de España, determinó que no se podían cumplir en el territorio a su cargo, pero no se declaró en rebeldía, simplemente no las hizo cumplir. De ahí nació el dicho de que la ley se acata, pero no se cumple. Así surgió otro rasgo de nuestra cultura de la (i)legalidad, si la ley la redactó alguien que no tiene noción de la realidad que pretende regular, no vale la pena entrar en conflicto con el legislador, simplemente no hay que hacerle caso. 

Por otro lado, aunque haya leyes inútiles, ilegítimas o injustas, le otorgan a la autoridad la facultad para sancionar a quienes las violen, lo que históricamente ha dado mucho poder a las instancias encargadas de hacerlas valer. Pero, como no se consideraba que el ejercicio de la autoridad debería tener algún tipo de limitación, el abuso era (es) muy frecuente. Sin embargo, la falta de supervisión sobre quienes detienen a los infractores creó otro espacio para incumplir las leyes: la corrupción. Al ser una facultad más bien discrecional aplicar o no aplicar la ley, lo más sencillo es arreglarse con la autoridad, pedirle comprensión y agradecerle, en su caso, con alguna dádiva. 

Por todo esto es que es un lugar común afirmar que sólo terminan en la cárcel los pobres y los tontos, puesto que quienes no caen en alguna de esas categorías siempre encontrarán la manera de evitar ser sancionados por sus violaciones a la norma. 

Ahora bien, comprender no es lo mismo que justificar. Reconocer el camino que nos ha traído a la actual situación de violencia, inseguridad e impunidad, nos sirve para darnos cuenta de qué es lo que hay que hacer: involucrarnos en la hechura de las leyes, para que no sean una imposición ilegítima, para que ayuden a resolver problemas de una manera incluyente y participativa, y para limitar y sancionar efectivamente el abuso de autoridad. 

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