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Militantes del dinero y del poder

Cuando el PRI era el todopoderoso partido de Estado, una buena parte de los militantes de partidos y organizaciones de oposición tenían muy claras sus convicciones políticas e ideológicas. Pertenecer a un partido distinto al tricolor y a los satélites que lo rodeaban, era estar convencido de una causa. Ser militante entonces generaba muchos más riesgos que beneficios. Y orgullo. 

Quienes formaban parte de la verdadera oposición, tanto de izquierda como de derecha, no obtenían beneficios económicos de su militancia. Por el contrario, aportaban dinero de su bolsa. 

Los militantes de los partidos estudiaban, pasaban horas discutiendo no sólo quién tenía que ocupar el liderazgo del grupo, sino en torno a asuntos ideológicos. Leían a Marx o a González Luna. Se formaban en sus idearios políticos. Muchos de ellos fueron perseguidos, encarcelados e incluso baleados. Pero estaban convencidos de que había que luchar por transformar el país. 

Y cuando México avanzó un poco hacia la democracia vino la gran paradoja. La posibilidad real de acceder al poder transformó a los partidos de oposición y a buena parte de sus militantes en el mismo PRI con banderas de otro color. 

El pragmatismo, la lucha por el dinero y por los puestos de poder diluyeron las convicciones ideológicas, desdibujaron los proyectos políticos y degradaron lo que había de posturas éticas. 

El dinero público que reciben los partidos atrajo como miel al panal a miles de personas sin otra convicción que vivir del presupuesto. Por eso, los partidos que antes eran de oposición se llenaron de nuevos militantes cuando obtuvieron el poder. Sus líderes los admitieron porque sirven de carne de cañón para crear clientelas políticas y comprar fidelidades. Por eso también, cuando después pierden, vienen las desbandadas. Como parvadas de cuervos los operadores políticos migran de un campo a otro. A donde haya más maíz. 

El llegar al poder y mantenerse en él se convirtió en la premisa básica. El poder no como medio para construir un proyecto de nación, de estado o de municipio, sino como un fin en sí mismo. De ahí que los partidos se alíen unos con otros no en función de su afinidad política o ideológica, sino en función de los cálculos electorales. 

Y aquí no hay quien se salve. PRI, PAN, PRD, Morena, Movimiento Ciudadano practican la promiscuidad política entre sí y con los partidos rémora que viven de juntarse con los poderosos, según lo que convenga en el momento. Aquí no hay principios, sino intereses. 

Especialmente vergonzosas han sido las alianzas del PRI, del PAN y de Morena con el Partido Verde Ecologista de México, cuya premisa es simple: aliarse con quien esté en el poder. Vicente Fox, Enrique Peña Nieto y ahora Andrés Manuel López Obrador no tienen el menor empacho en acogerlo a su lado. ¿Qué diría don Efraín González Luna sobre la alianza de Felipe Calderón con la maestra Elba Esther Gordillo, emblema de lo más nefasto del sindicalismo mexicano? 

Qué decir de que Manuel Bartlett Díaz, acusado por la izquierda de haber operado el fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, sea hoy uno de los hombres más cercanos al presidente de izquierda que se considera purificador de la vida política nacional. 

La abundancia de políticos chapulines que brincan de un partido a otro, lo mismo que de políticos chimoltrufia, que así como dicen una cosa dicen otra, incluso la opuesta sin ningún pudor, es otra muestra de la degradación de los partidos. 

Por eso los partidos aparecen entre las instituciones menos confiables para los ciudadanos. Pero qué importa. Mientras haya dinero, negocios y poder, eso les resulta irrelevante. 

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