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La reacción al crimen subyacente

Más que en resolver los problemas en el fondo, las respuestas en materia de seguridad parecen enfocarse en lo inmediato a nivel local. La reacción de las instituciones muestra una urgencia por contener una criminalidad que desborda, pese al discurso oficial de una drástica disminución de incidencia delictiva. 

Porque, en el fondo, el gobierno del estado sabe que hay un subregistro como nunca antes había habido de delitos denunciados, y sabe también que el efecto pasajero de la pandemia por Covid-19 sobre la disminución de investigaciones (no necesariamente de delitos) tendrá muy posiblemente un rebote conforme las actividades de la nueva normalidad tomen un ritmo sostenido a la par de la recuperación económica. 

Tan sólo este fin de semana se anunciaron dos operativos que son más de lo mismo de siempre: una supuesta coordinación interinstitucional que no consiste sino en juntar a una bola de patrullas de todos los colores y ponerlos a patrullar juntos. A farolear, más bien. Las ya vistas, hasta más allá del hartazgo, columnas de seguridad que integran policías municipales y estatales con agentes federales e incluso de las fuerzas armadas. 

¿Y de qué sirve, en verdad? Puede ser que inhiban momentáneamente cierto tipo de criminalidad, pero no modifican las circunstancias sociales que dan origen a la delincuencia ni, mucho menos, evitan que el crimen evolucione a sus espaldas. 

Las políticas de seguridad en un nicho del crimen emblemático como Ciudad Nezahualcóyotl, en Estado de México, han tenido un giro radical hacia una verdadera policía de proximidad basada en el contacto de las fuerzas de seguridad con la ciudadanía, algo que está todavía en vías de dar resultados pero que constituye una verdadera apuesta por un futuro distinto. 

En cambio, en Jalisco el gobernador y los gobiernos metropolitanos de Guadalajara anuncian como una de las principales políticas -dudo en llamarlas estrategias- en materia de seguridad la creación de un grupo de élite policial, un cuerpo de reacción destinado a reforzar el patrullaje en áreas conflictivas y activarse en respuesta a eventos de gran impacto como enfrentamientos armados o persecuciones. 

Pero sólo es más de lo mismo. 

Ese tipo de decisiones pueden tener un impacto inmediato más o menos perceptible en materia de sensación de inseguridad, como lo mostró la última Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana, donde se pueden advertir algunas variaciones a la baja en cómo la ciudadanía se percibe de insegura. 

Pero es notorio que la caída en la percepción no es proporcional a la caída en criminalidad, brecha que habla de cómo los índices para medir la seguridad en el país tienen deficiencias por basarse en un modelo arcaico que no considera el bienestar de las personas, sino los crímenes. 

Si bien las operaciones apantallantes con convoyes de patrullas y soldados, la creación de grupos de élite en el papel antes que en la realidad y campañas de difusión de los percibidos por el gobierno como “logros”, pueden tener ese efecto momentáneo de disminuir la percepción de inseguridad, en cambio las condiciones siguen propiciando que la escalada de crímenes subyacentes incremente su potencial explosivo. 

Las fosas clandestinas en auge exponencial, el crimen subterráneo, oculto, la desaparición forzada de personas, hablan de gritos acallados de víctimas que se pierden en la suspensión del tiempo permanente para sus familias. 

Son los efectos de una situación generalizada de impunidad y corrupción cuyo combate a través de la reacción son golpes al aire y que, en cambio, debe partir de la regeneración social para acabar para siempre. 

Twitter: @levario_j

jl/I