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AMLO no es Trump

El título de esta columna parece una obviedad, pero no. “Es posible vencer al populismo”, decían los senadores del PAN en tribuna. Así, con desmesura y euforia, la oposición en México celebraba, la semana pasada, la derrota de Donald Trump en las recientes elecciones de Estados Unidos. 

El coro se amplió en la medida que se fueron conociendo los resultados en algunos de los estados que a la postre fueron determinantes en la victoria de Biden. Los más visibles: empresarios de derecha radical, rabiosos comentaristas anti-AMLO, analistas ortodoxos, panistas desesperados, priistas reivindicados, todos, al unísono, advertían en la derrota de Trump el preámbulo de la caída de Andrés Manuel López Obrador de este lado del muro. 

Carl Schmitt afirmaba que los conflictos o diferencias pueden presentarse en cualquier ámbito de la vida y la convivencia humana, pero sólo aquellos que por su nivel de intensidad ponen en riesgo el orden social adquieren un carácter político. Es decir, la política es un bien público imprescindible, el instrumento que utilizamos para controlar y canalizar nuestras diferencias, antagonismos y desacuerdos, y garantizar, en la medida de nuestras posibilidades, la integridad del Estado. 

Si bien es cierto que, tanto en México como en Estados Unidos, desde la llegada de Andrés Manuel López Obrador y Donald Trump al poder la política no se ha utilizado como instrumento de mediación para aminorar diferencias, al contrario, la intensidad de los conflictos y la polarización subieron de nivel; comparar el populismo de Trump con el de AMLO es un grave error de perspectiva. Una necedad política. 

Si bien es innegable que las actitudes de ambos presidentes han incitado la polarización y que este azuzar el fuego ha puesto en riesgo el entramado institucional de México, no tanto de Estados Unidos, la base social y discursiva de ambos presidentes es muy diferente, diametralmente opuesta. Las razones de la derrota de Trump están lejos de ser una fórmula que se puede aplicar a rajatabla en México. La dualidad amigo-enemigo, presente hoy con mayor fuerza en los discursos oficiales de los mandatarios y de sus respectivas oposiciones, atiende a públicos, principios y fundamentos sociales muy diferentes. 

Los enemigos de Trump, en el discurso y en la práctica de su gestión, fueron los migrantes, los afroamericanos, la Unión Europea, Kim Jong-un, Putin, China, México, Rusia, la prensa internacional y de su país. Entidades, imaginarios y minorías que él buscó alinear como poderes opuestos al electorado que componía su base. Pero Trump amplió tanto y de forma tan torpe el espectro de enemigos que comenzó a debilitar y difuminar su propio discurso, la paranoia del presidente, compartida por muchos, fue alertando a los republicanos moderados y a los demócratas a tomar cartas en el asunto por la vía electoral. 

Había que detenerlo, pues su discurso de odio racista y su cerrazón, poco a poco minaron las capacidades políticas de la Casa Blanca. Los enemigos de Trump terminaron siendo muy poco visibles y claros para la mayoría del electorado que lo respaldaba. 

Por el contrario, de este lado de la frontera, los enemigos de Andrés Manuel sí son los enemigos visibles de la gran mayoría de mexicanos que viven en la marginación, en la pobreza y en la ausencia total de derechos. Los empresarios de derecha, los corruptos, los medios de comunicación pagados por el gobierno, los “mismos de siempre”, el “Prian”, son personas y entidades que existen en la vida real y que “afectaron y siguen afectando” la vida de millones de ciudadanos y electores. La base social de AMLO no se ha desarticulado ni se ha extraviado. Los enemigos de AMLO son también los enemigos de la mayoría de este país, adversarios que siguen siendo visibles y clarísimos para el “pueblo bueno” que, según las encuestas, sigue respaldándolo, aún en plena pandemia.  

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