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Las fiestas decembrinas, el virus y la libertad

Justo en el momento en que el número de contagios por el Covid-19 llega a sus niveles más altos desde que comenzó la epidemia, la gente y las autoridades deciden relajar las medidas de prevención. 

El viernes México registró el mayor número de contagios en una sola jornada. Ese día, se reportaron en el país 12 mil 127 nuevos casos. Esto equivale a 505 nuevos enfermos cada hora. Ocho infectados por minuto. 

Ese mismo día, el de máximo número de contagios, el gobierno de Jalisco anunció que durante esta temporada “podrán operar tianguis navideños, juegos mecánicos móviles, negocios de fotografías con personajes navideños, además de bares, antros y salones de eventos cerrados con aforo limitado”. Las autoridades dicen que los establecimientos deberán cumplir con todos los protocolos sanitarios para evitar los contagios. Como sabemos, esto no suele ocurrir. 

Las autoridades religiosas anunciaron que el 12 de diciembre se mantendrá abierto el Santuario de la Virgen de Guadalupe en Guadalajara. 

La gente aglomera centros comerciales, bares y restaurantes. Miles se resisten a utilizar el cubrebocas y a mantener la sana distancia. Se comienzan a organizar ya las posadas y las fiestas de fin de año. Se celebran bodas y fiestas con cientos de invitados. 

Médicos y científicos han advertido que durante la temporada invernal habrá un incremento “natural” de los enfermos por Covid-19. A esto habrá que sumar el número de contagiados debido los factores humanos antes mencionados. 

Es previsible entonces que comencemos el próximo año con una situación sanitaria muy difícil. Muchas personas enfermarán y morirán. 

Los seres humanos nos distinguimos de otros seres vivos, entre otras cosas, por nuestra dimensión cultural y por la libertad. 

Los humanos creamos símbolos que nos dan sentido e identidad. Las banderas, los cantos, las celebraciones civiles y religiosas, la preparación de ciertos platillos en determinadas épocas del año, las competencias deportivas, son algunos ejemplos de ello. 

Esta dimensión simbólica se actualiza con rituales. Hacemos ciertas cosas y les otorgamos valor y significado: apagar las velitas en el cumpleaños, vestir una toga en la graduación, gritar: “¡Viva México!” el 16 de septiembre o intercambiar regalos con los compañeros de oficina al terminar el año. 

Son actividades que nos sacan de la gris monotonía de la vida cotidiana, nos divierten, nos hacen sentir que somos parte de algo y, sobre todo, nos dan sentido de vida. Por eso nos cuesta tanto renunciar a ellas. 

Pero también tenemos como humanos la libertad de elegir. Olvidamos que los rituales son creaciones humanas. Las asumimos como naturales, como algo que hay que realizar forzosamente de la manera en que “siempre” se hace. 

En estos tiempos de pandemia pensamos en las restricciones como medidas impuestas que nos limitan a hacer lo que queremos. Pero eso que queremos no necesariamente es tan libre como creemos. “Tenemos” que hacer ciertas cosas porque todos lo hacen, porque así estaba establecido desde antes de que naciéramos. 

Renunciar a celebrar las fiestas decembrinas de la manera en que normalmente lo hacíamos puede ser también un acto de libertad. Una decisión que opta por el cuidado de los demás. En este sentido, sería un acto de satisfacción, a pesar de las renuncias que implica. Una manera concreta y efectiva de expresar el cariño. De decir: “Como realmente te quiero, te voy a cuidar. Porque yo así lo elegí, no porque alguien me lo imponga”.  

Decidir actuar solidariamente por la vida de los otros puede ser un acto de libertad, mayor a la libertad que supone hacer lo que todos hacen. 

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jl/I