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Las fallas del mercado electoral

Electores necios que acusáis / a los partidos sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis. Eso es lo que sor Juana Inés de la Cruz podría recitarnos si viviera en esta época, al contemplar la manera en que funciona nuestro sistema electoral, en parte porque así lo ha querido el electorado. 

Es decir, si el electorado mexicano funcionara con base en una racionalidad más analítica o estratégica, los partidos políticos se verían obligados a presentar proyectos creíbles y realizables, y con una orientación claramente definida por su propia manera de ver el mundo. Por ejemplo, un partido verde propondría estrategias asequibles y de gran impacto, para que ahorremos agua, explicando que eso va a implicar que se modifique la manera de financiar su abastecimiento, y los pros y contras de la propuesta. Y algo por el estilo haría el resto de los partidos, para que el electorado sopesara y discutiera las alternativas, y definiera a partir de sus propias preferencias qué partido se merece su voto. 

Sin embargo, en el caso de México, la gran mayoría del electorado tiene otro tipo de racionalidad, resultado de una larga tradición, en la que lo más importante no es la razonabilidad del argumento, sino la popularidad de quien lo presenta. Esta situación ha quedado aún más en evidencia con los estudios de mercadotecnia política, que han encontrado qué tipo de candidaturas y de propuestas prefieren quienes acuden a las urnas, y a partir de ahí diseñan las estrategias de campaña. 

¿Cuáles son las preferencias electorales? A partir de las campañas, y sus resultados, podemos ver que lo que predomina es el uso de frases cortas, fáciles de memorizar y hasta de corear, pero que, si se revisan a fondo, no dicen nada sobre lo que se propone hacer quien presenta la candidatura, y qué nos va a implicar. Por otro lado, hay una clara preferencia por personas que resulten simpáticas e ingeniosas, que no sean aburridas, aunque no tengan una idea clara de qué es lo que van a hacer en caso de ganar la elección, lo cual es comprensible, hasta cierto punto, porque finalmente son puestos de elección popular, así que la popularidad pesa mucho a la hora de decidir por quién votar. 

El problema es que nuestras preferencias en cuanto a lo electoral pueden llevarnos a esperar que los actos de campaña, incluidos los debates públicos, nos entretengan tanto como un espectáculo de lucha libre o un partido de futbol, o cualquier otro en el que podamos desfogar nuestras tensiones y resentimientos, asumiendo un bando con el cual identificarnos, y saber quiénes son los otros, los contrarios. 

Eso es comprensible y normal, así es como nos agrupamos y organizamos. El problema surge cuando en el afán de obtener más votos, las campañas electorales se dirigen únicamente a nuestra parte emocional, porque eso suele llevarnos a ver a los otros no como contrincantes, como gente que necesitamos para que el juego continúe, y los comenzamos a ver como enemigos a eliminar porque no merecen compartir nuestro mundo, y así comienzan la polarización y la violencia política que tanto daño hacen, porque no permiten construir soluciones que retomen puntos intermedios. 

Así que es nuestra responsabilidad decidir qué queremos que nos ofrezcan en las próximas campañas electorales: propuestas serias y razonables o espectáculo e incluso violencia. Sólo tengamos claro que, si pedimos lo segundo, no se vale quejarnos si quienes nos representan en el Congreso, o nos gobiernan, no resuelven nuestros problemas. No caigamos en la necedad de reclamarle a los partidos habernos dado lo que pedimos. 

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