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La normalización de la violencia

Nuevamente la violencia estalló en un estadio de futbol. El sábado pasado aficionados del Querétaro y del Atlas se enfrentaron en una batalla que dejó un saldo oficial de 26 aficionados hospitalizados. De ellos, hasta ayer al mediodía tres estaban graves y 10 delicados. Los videos muestran los cuerpos desnudos de hombres tirados en el suelo, sangrantes y ya inconscientes, sobre los cuales los agresores descargan su furia. Otra imagen muestra a una familia con dos niños pequeños huyendo despavorida por el campo de futbol, mientras que en otra vemos a un hombre cubrir con su cuerpo a su esposa y a su hijo.

La violencia en los estadios no es nueva. Cada temporada la lista de batallas campales crece. En cada ocasión las autoridades repiten promesas: se investigará a fondo lo que ocurrió, se castigará a los culpables, se mejorarán los protocolos. Hasta que llega una nueva tragedia.

Desde hace años la violencia en los estadios se incrementa. Sobre todo a partir de la creación de las llamadas “barras”, grupos de aficionados que crecieron al amparo de los propios clubes para generar más “ambiente” en los partidos. Paulatinamente, la rivalidad deportiva escaló al odio. Las canciones y los gritos con insultos a los rivales se aplaudieron como una buena ocurrencia y ahora la persona que porta la camiseta de un equipo distinto corre el riesgo de ser agredida sólo por eso.

Vivimos en un país crispado. En muchos ámbitos priva la violencia. La física en los casos más extremos, pero también la verbal y la simbólica. Las agresiones no únicamente se toleran, sino que, en algunos casos, incluso se fomentan y se justifican. Privan la furia y el enojo.

Basta asomarse a las redes sociales en donde el ataque a quien piensa distinto es lo común. Ahí se insulta sin pudor. Las hordas de seguidores de uno u otro personaje, o de cualquier causa, linchan sin compasión al diferente. Abundan los calificativos y escasean los argumentos. Los memes más agresivos tienen mucho éxito.

En la discusión pública se privilegian las diferencias. Se insiste en descalificar a quien opta por una postura política distinta a la propia. En el Congreso es cada vez más común que legisladores profieran sin empacho los más obscenos insultos a sus colegas de otras bancadas.

La violencia se generaliza también en las marchas. Las manifestaciones no violentas son cada vez más escasas. Las agresiones se promueven y se justifican.

Normalizamos la violencia. Los asesinatos, los feminicidios, las desapariciones, los crímenes contra los periodistas, la violencia de género, el acoso en las redes sociales... Nos creamos enemigos y vamos contra ellos.

Apenas en octubre pasado escribí en este espacio: “En su novela La muerte del adversario, el escritor Hans Keilson dice en voz de uno de sus personajes: ‘Hemos llegado al punto en que cada quien tiene su bando y se ve enzarzado en una batalla antes de tener siquiera ocasión de pensar por qué se ha originado la disputa, quién es el contrario, por qué lo es y qué se decide en realidad en el enfrentamiento’”.

Quienes agreden bien harían en preguntarse: quién es el contrario, por qué lo es y qué se decide en el enfrentamiento.

El país está crispado. Podemos contribuir a acentuar el odio, pero también podemos participar en la construcción de una sociedad menos agresiva. Podemos decidir dejar de echar leña al fuego, sin que esto signifique renunciar a nuestra participación social y política. Se trata simplemente de hacerlo pacíficamente, de no ser parte de la espiral de violencia.

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JB