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Matices

Cada vez que, en fechas recientes, se acerca el 8 de marzo, cuando se conmemora el Día Internacional de la Mujer, hay un desgastante y ya fastidioso ciclo en el que personas, mayoritariamente hombres, cuestionan hasta el absurdo los motivos de las movilizaciones, de las protestas, de los posicionamientos o de las acciones en general, como conferencias, exposiciones, encuentros y acompañamientos, no en un afán de querer empatizar, ya no digamos entender, sino de denostar, juzgar, ridiculizar y hasta señalar. 

Que por qué se necesita un Día de la Mujer, que por qué no hay Día del Hombre (sí lo hay, el 19 de noviembre), que no existe tal cosa como la brecha salarial, que es un absurdo que exista el delito de feminicidio, que las leyes favorecen a las mujeres, que ellas también matan, violan y agreden, que esto es de buenos contra malos, que se trata de personas, no de hombres y mujeres… y así hasta el cansancio, en comentarios recrudecidos días antes y después del 8 de marzo y, reitero, pocos de ellos con ganas de tener una discusión, un diálogo. 

Muchas terminan agotadas no sólo físicamente por los trabajos en torno a esta fecha (organizar, asistir, participar requiere tiempo, esfuerzo y voluntad), sino también mental y emocionalmente, con señalamientos hechos desde el anonimato y la comodidad que dan las redes sociales, pero también de cercanos y conocidos. 

Con la situación de inseguridad en la que está sumida México alcanzo a entender que la violencia llega a todos, sin distinguir en primera instancia edad, género, sexo, situación económica, y que el Estado debe brindarnos seguridad también a todos. 

Pero si pasamos esta primera instancia, si comenzamos a ver los matices, si de verdad estamos abiertos a comprender las realidades, veremos que las violencias que nos atraviesan a cada uno son diferentes, en menor o mayor medida. 

Llevado a una simplificación exagerada, solo con afán de poner un ejemplo, si un grupo de personas entra a robar una casa y en ese momento sus ocupantes están dentro, todos esos ocupantes pueden ser amedrentados, golpeados, amenazados e incluso asesinados, pero es más probable que las mujeres que estén en esa vivienda, además de aquello, también sean violentadas sexualmente. Y es aquí donde podemos reconocer que sí hay diferencias cuando las mujeres somos agredidas. 

Las víctimas lo son (lo somos) de un sistema completo que tolera la violencia, sumada a la impunidad que recorre todos los rincones del país, pero esas agresiones tienen capas que se pueden entender desde una perspectiva de género, que permiten atender esas a veces no tan sutiles distinciones de cada caso, porque los componentes sociales, mentales y hasta físicos no son los mismos si, por ejemplo, una víctima es un hombre cisgénero, una mujer lesbiana, un hombre transexual, una mujer menor de edad, un hombre indígena, una mujer pobre o una persona no binaria… y comprenderlo desde nuestras realidades nos facilitaría que lleguemos a tener una sociedad (y una justicia) más equitativa. 

Y es en este contexto de las historias personales, pero que de algún modo todas hemos conocido o vivido, que abrazo a las mujeres de quienes he conocido sus pasajes de violencia, agresiones y abusos. 

Abrazo a la mujer lesbiana que fue violada por uno de sus amigos; a la niña que, para darle dinero, un adulto cercano a su familia, que podría ser su abuelo, le pedía que le diera besos en la boca; a las adolescentes que deben ponerse short debajo de las faldas para que en la calle o los camiones no las manosearan “tan fácil”; a la mujer con embarazo de alto riesgo a quien un superior mandó al hospital consecuencia del acoso laboral que sufrió; a la chica indígena que la familia de su esposo dejó sola cuando se enteró de que su bebé era niña y no niño, mientras su marido estaba como migrante en Estados Unidos; a la mujer mayor que tuvo que aguantar a su esposo alcohólico, porque sintió que tenía la religiosa obligación de estar con él hasta la muerte. 

A todas. 

Nos abrazo. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I