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Quiebre 

Muchas ocasiones me he preguntado si confío en las autoridades. Y mi respuesta es, cada ocasión, menos matizada y más llena de convencimiento, cada vez más cercana a un no rotundo. 

La dominación de la impunidad, los abusos sin consecuencias, el concepto de justicia –tan esquivo y volátil– y la indolencia de quienes nos gobiernan, de quienes toman las decisiones en los diferentes ámbitos de la vida pública y a veces la vida privada se encargan de darnos golpes de realidad cada dos por tres. 

Con una facilidad increíble, esas personas se desmarcan de sus responsabilidades. Da lo mismo que se trate de un gobernador, un alcalde o el mismísimo presidente de la República, pasando por los fiscales, las corporaciones de seguridad, jueces, diputados, senadores… Se quejan porque lo que reclamamos –como personas, como colectivos, como comunidad, como vecinos, como estudiantes, como trabajadores, como gremios– se usa para agredirlos, para golpear sus carreras políticas (aunque éstas se encuentren en picada), para desprestigiarlos, para enlodar sus nombres, como si sus propias acciones no fueran suficientes para hacerlo. 

Pero si entonces estas personas a las que elegimos no son quienes pueden sacarnos de los problemas en los que estamos sumidos, ¿para qué las elegimos? ¿Para qué quieren seguir ocupando lugares de toma de decisiones? ¿Para seguirse llenando los bolsillos, para gozar de impunidad, para tejer sus redes de poder, para saciar su ambición, para qué…? 

No confío en el agente de fiscalía que, con una camioneta blanca pick up sin identificadores, se pone a un lado de mi auto y exige que me dé prisa para él poderse estacionar justo en el lugar donde yo estoy maniobrando para irme; no confío en los policías estatales que echan las luces altas, sin saber si lo que quieren es pasar o detenerme por alguna extraña razón; no confío en un retén de fuerzas militares improvisado a la orilla de una carretera; no confío en quien me recibe para interponer una denuncia por algún tipo de violencia de género y me pregunta varias veces si estoy segura de lo que voy a hacer; no confío en los policías municipales, tantas veces señalados y acusados de desaparición forzada; no confío en un gobernante que desdeña a las víctimas y pone en duda sus causas, porque cuando yo o alguien cercano a mí sea esa víctima, sé que no hallaré eco; no confío en las iglesias que protegen a agresores sexuales y pederastas, negándose a reconocer lo pútrido de sus entrañas; no confío en el sistema judicial, que tiene a personas encarceladas por años, sin sentencia… ¿Qué nos queda entonces? 

Entonces nos queda confiar en nuestras propias redes, en nuestra familia, en nuestros amigos cercanos, en nuestra comunidad inmediata. Esa confianza que, por ejemplo, anima a cientos de personas a darles a las madres buscadoras de desaparecidos lugares y puntos en donde hay cuerpos enterrados de forma ilegal; que hace que mujeres agredidas se acerquen a colectivas en búsqueda no sólo de asesoría, sino de acompañamiento y escucha; que nos acerca a tener en nuestros contactos de emergencia a algún compañero de trabajo, porque sabemos que acudirá a ayudarnos; que nos vincula con ciertos familiares y amistades que nos darán apoyo incondicional cuando atravesemos horas oscuras. 

Esa misma desconfianza y ese mismo temor me han llevado a decirles a mis colegas que jamás dejaría mi empleo de un día a otro, sin avisar a nadie; me han encaminado a comenzar a recopilar una carpeta con mis datos y documentos personales para dejársela a alguien de entera confianza, para que no deba comenzar desde cero si algún día me esfumo de esta ciudad; me han llevado a buscar opciones de sistemas para siempre estar en comunicación con alguien cercano. 

Mientras, nuestros elegidos nos regañan por salir a fiestas, por abordar taxis, por traer audífonos, por nuestras amistades, por usar aplicaciones, por no denunciar, por manifestarnos, por no tener una comunicación con nuestros hijos o con nuestros padres, por gritarles para ver si así nos ponen un poquito de atención… 

Es nuestra culpa. 

Siempre. 

Twitter: @perlavelasco

jl/I