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La poesía como un enjambre de moscas

La poesía salva. O al menos, a mí me ha salvado algunas veces. Ahora que llevo mucho tiempo sin poesía me doy cuenta de que necesito volver a ella. Y quizás también la sociedad en general. 

La poesía está en todos lados, pero hay que tener cierta disposición para verla. Uno se deja absorber por el horror cotidiano, por el trabajo, por los problemas familiares, por el ensimismamiento, por la carestía, por el cansancio, por la desesperanza. Y así, uno deja de darse la oportunidad de maravillarse de la vida de las palabras. Son vidas que nos acompañan en los oídos y en la emoción. Vidas que los poetas, los compositores, compilan con destreza porque tienen alerta su percepción, pero que nacen del habla y de cualquier forma de comunicarnos. A veces la poesía no se dice, sino que se experimenta y se queda atorada en la garganta. 

Tiene el poder de transformar la mirada, de ayudarnos a reinterpretar un momento o de atisbar algo incomprensible, de hacernos preguntas que quizás nunca hubiéramos descubierto por nuestra cuenta. 

A mí me acompañaron poemas en momentos oscuros y en eventos traumáticos, pero también en grandes alegrías. La poesía me llevó también a conocer amigos cuyo paso por mi vida atesoro. 

El día que un tráiler me pasó por encima y estuvo a punto de despedazarme hace seis años, lo viví inmerso en poesía. Mi mente y mi voz se aferraban a ella cuando esperaba la ambulancia, tirado en el Periférico, cuando los paramédicos me llevaban al hospital y en las horas de vigilancia médica ante un pronóstico fatídico. Yo no me sentía angustiado. Sentía el amor y el apoyo de mi familia, de mis amigos, de mis compañeros, de gente que casi ni conocía. Pero envolviendo todo, estaba la poesía. En voz baja y en mi mente repetía los poemas que me había ido aprendiendo con los años y las palabras me daban tranquilidad. Eran mi tabla de náufrago. 

Y creo que la poesía nos puede salvar ahora en este naufragio de país que vivimos. Nos puede hermanar y nos puede dar fuerzas, nos puede ayudar a cuestionarnos y a abolir la demagogia, desterrar la negligencia y la indiferencia. No es que la poesía tenga un propósito, pero son efectos secundarios que llegan a tener la actitud de admirar la vida de las palabras. Una disposición a escuchar el elíxir de las voces de tantas personas que nos anteceden y que nos rodean. Y también las voces de las ideas y de las emociones, que en el mundo de la poesía tienen vida propia. 

Hay momentos de injusticia y de represión que provocan de una manera especial a la poesía y estamos en una coyuntura de putrefacción que también la azuza, un poco como los movimientos impredecibles y fascinantes de un enjambre de moscas, su sinfonía de zumbidos, un mecanismo de la naturaleza para nombrar lo espeluznante de una pila de cadáveres destazados en esta tierra de fosas clandestinas que los gobernantes se niegan a nombrar porque importan más el dinero y el poder. Probablemente es una comparación grotesca, pero es lo que esta serie de ideas me ha llevado a evocar. 

No sé si haya mucho de poético en el reguetón, pero seguro que lo hay en las reflexiones de las señoras que hablan de lo cara que está la carne para preparar el menudo que le hubiera gustado a un hijo desaparecido; en la nostalgia de una persona que ha perdido su hogar, su televisión, su colección de peluches en la inundación del año pasado y del miedo que le da que vuelva a ocurrir. 

Ese tipo de recovecos que toman las palabras en su camino son los que a veces uno pasa por alto y que de veras hacen vibrar las fibras más profundas del espíritu, cuando uno está dispuesto a vivirlas desde una mirada distinta. 

Twitter: @levario_j

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