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El priismo no muere

El anuncio de las investigaciones contra el presidente nacional del PRI, Alejandro Moreno Alito y la muerte del ex presidente de México Luis Echeverría, uno de los emblemas del presidencialismo priista, comienzan a interpretarse como símbolos de la próxima muerte de este partido. El mismo Alito afirmó la semana pasada: “Quieren eliminar al PRI”.

Estamos todavía lejos de ello y sería difícil una extinción total del PRI. Por una parte, porque todavía hay muchos priistas genuinamente convencidos de su militancia. Por otra, porque los partidos son un buen negocio y siempre habrá quien quiera vivir de ellos.

Más allá de lo que le depare al PRI, el priismo como cultura política goza de cabal salud. Está plenamente arraigado en muchos políticos y en amplios sectores de la sociedad.

El PRI surgió en 1929, con el nombre de Partido Nacional Revolucionario como un mecanismo para “institucionalizar” las pugnas entre los jefes revolucionarios para acceder al poder.

El PRI se atribuye la paz social (con sus evidentes rupturas), la estabilidad política y el crecimiento económico que vivió el país de los años 40 a finales de los 70 del siglo pasado. Al mismo tiempo imperaba la corrupción, la falta de democracia y el acoso, cuando no la represión, a los opositores. La ambigüedad ideológica y los acuerdos al margen de la ley, así como la política de la zanahoria y el garrote fueron prácticas habituales que le permitieron mantener el poder. Esta forma de gobernar dio origen a que en 1990 el escritor peruano Mario Vargas Llosa se refiriera a ella como “la dictadura perfecta”.

De esa manera de proceder abrevó la clase política actual que reproduce estas prácticas, aunque esté en otros partidos y con algunos matices. Esto ocurre porque buena parte de los funcionarios públicos actuales fueron militantes priistas de hueso colorado, pero, sobre todo, porque como se ha dicho, el priismo no es una militancia política, sino una forma de ser. No es necesario ser o haber sido militante del PRI para ser priista.

Lo vemos recurrentemente en la mayoría de los partidos. La falta de respeto a la ley electoral es una constante. Elección tras elección la autoridad electoral multa a prácticamente todos los institutos políticos por violar la ley. Jugar chueco, saltarse la norma es natural. A nadie le avergüenza. Nadie se disculpa por ello. Pagan la multa y a seguir con los chanchullos. Es un rasgo de la forma de ser priista que asumieron las demás opciones políticas. No sólo respecto a la ley electoral, sino a cualquier otra. La corrupción misma es una práctica socialmente aceptada.

El presidencialismo es otro rasgo priista que se mantiene vigente. Al presidente, sea el del país o el del más alejado municipio, se le sigue viendo como el gran tlatoani, como el emperador que resuelve todo y al que hay que rendirle pleitesía. Los gritos de “presidente” en los mítines de los precandidatos muestran esta relación paternalista que seguimos alentando.

Lo mismo ocurre con el clientelismo político, otro de los rasgos que el PRI desarrolló con maestría. Las ayudas, sea un permiso para una gran empresa o el asistencialismo para los más pobres, se convierten en mecanismos para generar la lealtad política. Los acarreos en los mítines son habituales, da igual cuál sea el partido.

En 1946 el PRI perdió su primera alcaldía; en 1989, su primera gubernatura y en 2000, la Presidencia de México. En este siglo la alternancia política es parte de la normalidad, han pasado 22 años, pero las formas políticas poco han cambiado. Por ello, aunque muriera el PRI, el priismo seguirá viviendo por muchos años más.

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EH/I