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Ayotzinapa deja aprendizajes en multihomicidios

El informe reciente de la presidencia de la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia para el caso Ayotzinapa muestra que la desaparición de los 43 normalistas fue un crimen de Estado, como denunció el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas. Un Estado criminal que operó para desparecer a los futuros profesores. Un Estado que se negó a impedir la atrocidad, que quiso ocultar lo que realmente sucedió a través de la mal llamada “verdad histórica”, que manipuló la matanza del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala, y en el que elementos de las fuerzas de seguridad participaron en la desaparición y los asesinatos.

No se trata de un Estado mexicano infiltrado por los grupos delictivo, sino de un Estado dirigido por criminales, que es en sí mismo delincuente. El caso Ayotzinapa exhibe a instituciones del Estado en manos de criminales y políticos-criminales, de acuerdo con la narrativa de la comisión. Los tres niveles de gobierno estuvieron involucrados a través de una enorme red de redes que no ha sido desbaratada, que continúa enquistada, entrelazada, que durante casi seis años ha logrado impedir que hasta ahora se conozca el paradero de los 43 estudiantes. De ese tamaño es su poder.

Uno de los aprendizajes de Ayotzinapa es que los crímenes masivos y las desapariciones en el país requieren un protocolo especial y diferente. Tendrían que investigarse añadiendo una perspectiva sistémica que visibilice la red de redes de vínculos de los autores materiales con las fuerzas de seguridad del municipio, la entidad y/o la Federación, y camarillas políticas.

Se trata de abrir esa línea de indagación obligatoria si se quiere llevar ante la justicia a los perpetradores de masacres, los intelectuales que las diseñaron y los agentes del Estado aliados. Si se revisan los multihomicidios, las desapariciones y las fosas clandestinas, es casi seguro que los criminales contaron con la colaboración de integrantes de alguna agrupación policial municipal, estatal y/o federal, y políticos. En Ayotzinapa se involucra a militares y altos mandos del Ejército. Esa presunta colaboración va del disimulo a la participación directa. No es que sea algo nuevo, pero sí son distintas la dimensión y el contexto histórico.

Si bien falta que un juez valide las conclusiones, el informe de la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia para el caso Ayotzinapa se adentra en información sobre cómo el grupo delictivo Guerreros Unidos durante años controló extensas zonas de Guerrero y Morelos, sobre todo, con vínculos en Estados Unidos, a base de la violencia y el terror, combinado con sobornos a funcionarios públicos. Con ese soporte, sintiéndose impune y teniendo de socios a elementos de las fuerzas de seguridad, Guerreros Unidos se atrevió a desaparecer a 43 jóvenes. Lo hizo porque sabía que podía, contaba con aliados y saldría indemne. Lo hizo porque tenía a su favor las condiciones para hacerlo.

En el caso se muestra también la presunta participación de autoridades políticas, como el alcalde perredista de Iguala, que consideró al municipio su propiedad, hasta llegar al posible involucramiento del entonces procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, y miembros cercanos de su equipo. Se trata de un entramado que supuso se podría echar tierra a lo sucedido, en una alegoría de las paladas que arrojan a las fosas ilegales en que avientan cadáveres.

Esa es una de las muchas lecciones que deja lo sucedido en Iguala, Guerrero. Los criminales no operan solos. Los grupos que destazan personas, rentan casas para torturar a sus víctimas, asesinan de manera cobarde, incendian vehículos y negocios, tienen el amparo oculto de esas redes de complicidades que ni siquiera imaginamos. Sucedió en Iguala, y sucede en otras ciudades y estados, incluido Jalisco.

Twitter: @SergioRenedDios

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