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Verdugos
Y el sarampión avanza
El futbol es la única religión que no tiene ateos
Eduardo Galeano
Para Dante
El Atlas es una desviación de la lógica, un extraño fenómeno que funde la lealtad con la ilusión de un futuro mejor a pesar de la evidencia histórica. Los rojinegros son una variación del sentido competitivo de los triunfadores: es un sentimiento que escaló una montaña, la resistencia. Fidelidad al rojo y al negro.
Hoy, los Zorros son campeones por primera ocasión en 70 años. Hubo miles de aficionados que experimentaron la pasión de sus colores sin verlos coronarse. Uno de los gestos más conmovedores fue el de aquellos fanáticos que llevaban de la mano las imágenes de sus padres, abuelos o amigos fallecidos para acompañarlos al Estadio Jalisco. Eran ese ejército de papel que también estuvo presente en el día de gloria.
El mítico Arrigo Sacchi dijo que “el futbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes”.
En medio de tanta incertidumbre, en una jornada en que Guadalajara amaneció con la partida de Vicente Fernández, el ícono musical más importante del rancho grande, con los problemas insondables de nuestro tiempo (violencia, pandemia, corrupción y más), con una historia inagotable de fracasos, con una derrota a cuestas en León, con eso y más en los hombros de ese equipo comandado por Diego Cocca, el Atlas ganó su segundo campeonato.
Antes de las loas y los cánticos, antes de caer en polémicas estériles alrededor del arbitraje o de quien es el equipo de la ciudad, vamos a la psique rojinegra.
A lo Atlas define ese gol de último momento que da una victoria agónica, ese empate que llega en los minutos finales que alivia y enferma por igual, ese tanto despiadado que trae la derrota en el agregado. Es el sufrimiento, un corazón detenido por un segundo, esos instantes de tiempo suspendido.
El perfecto ejemplo de sobrevivir a esta afición vino en el minuto 80 de la final.
Trejo pintó dos recortes de antología, disparó con autoridad al arco de Cota, el esférico se estrelló con furia en el travesaño y picó casi en la meta. Acto seguido, el balón tuvo una cita mansa con Édgar Zaldívar, quien era el hombre más solo del estadio. El canterano rojinegro estaba a poco más de un metro de la línea de cal en una portería vacía. Supongo que nunca en su vida tuvo un gol más fácil. Poético hasta en la falla: entregó el esférico a las manos del portero rival.
A lo Atlas es lo indecible de ese momento que alargó la agonía. Que convirtió un movimiento sencillo hasta para un niño de 3 años, en una falla legendaria que sazona todavía más el campeonato. Se puede intentar racionalizar lo que sucedió, explicar con patrones fisiológicos el error. Nada, ahora es una anécdota dorada más junto con el poste de Quiñones, los disparos del capitán Rocha y las atajadas de Camilo.
Tales microinfartos son la norma, no la excepción en un equipo así.
La Academia llegó al título con un futbol simple. Lejos de la exquisitez de “los amigos del balón” o de la generación dorada de los 90. No. Ahora fue la entrega y el orden. Sobre todo, la cantera. Ocho jugadores de las fuerzas básicas jugaron la final. Desde el Barcelona de Guardiola ningún equipo disputó un partido decisivo con tanta identidad.
El disparo final de Furch desató el llanto. Las redes se inundaron de videos con zombis rojinegros gritando con la mirada perdida, atónitos ante lo sucedido. Propios y extraños, forofos y advenedizos, todos quienes sufrieron con el juego querían compartir sus instantes de cielo. La Fiel salió a las calles para que el ruido de los cláxones confirmara que no estaban soñando.
“En México no estamos seguros de que el futuro exista: cada alegría puede ser la última”, advirtió Juan Villoro. El domingo sucedió ese instante milagroso.
Galeano nos resume: “Me quedo con esa melancolía irremediable que todos sentimos después del amor y al fin del partido”.
Twitter: @cabanillas75
jl/I