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Descarado
El voto despojando afores
Bajé tempranísimo, como cada año, a la cochera de la casa de mis abuelos. Allí estaba puesto un Nacimiento, con heno y musgo, papel roca, figuritas de barro y luces multicolores. Al lado, un pino artificial verde, con esferas de vidrio, ese material tan, pero tan delicado que casi se rompía de solo verlo. Una estrella que brillaba gracias a la diamantina coronaba ese arbolito que acompañó no pocas Navidades de mi infancia.
Hay al menos un par de fotos de ese año en particular. Yo, de unos 6 o 7 años, con el cabello debajo de los hombros, enmarañado –peinarme nunca ha sido lo mío–, vestida con un mameluco lila con blanco, una sonrisa enorme y de rodillas a un lado de mi zapato.
Es una de las Navidades que más recuerdo. Una de las más felices y emocionantes. Claro, por los juguetes. Porque si somos sinceros, cuando uno es niño, un niño privilegiado como yo lo fui, lo que recuerdas entonces no son las pérdidas ni las temporadas difíciles, sino los juguetes. Cajas de ellos como no recibías ni siquiera en tu cumpleaños. Debajo o al lado de un zapato.
El zapato, eso sí, debía estar limpio, lustroso. En mi casa esa era la costumbre. Recién entrado diciembre había que hacer la carta al Niño Dios (él era quien rifaba en mi familia, nada de Santoclós y apenas, a veces, los buena onda de los Reyes Magos). Todo dependía de cómo te habías portado en el año. Si habías hecho la tarea, si habías hecho caso a tus papás, maestras o a los adultos del caso, si comiste todas tus verduras o no hiciste panchos cuando tomabas las medicinas que te tocaban por algún malestar de garganta o estomacal. Y no podías mentir, porque el Niñito todo, todo lo sabía. Después de escribirla, debíamos dejarla en el arbolito o en el Nacimiento.
De un día a otro la carta desaparecía. No había ni un solo rastro de ella. Y ahora que lo pienso, ¿quién ayuda al Niñito Dios a llevarse las cartas, si él ni ha nacido y sus papás andan rumbo a Belén sin encontrar una posada para que María dé a luz?
En letras o dibujos, la tal misiva expresaba tantos deseos como era posible, a ver cuál pegaba. Moderación, nos decían los adultos. Y además, al menos yo sabía que no me iba a llegar todo aquello que pidiera, porque ni todos los años eran buenos ni hay que conceder a los niños todo lo que piden, pienso ahora. Era como una carta de elecciones: cualquier juguete que llegara de los de la lista estaba perfecto y me haría feliz.
Ese año el listado incluía un montón de cosas de Barbie, otro tanto de Polly Pocket y ropa. Todo lo que en mi mente cabía hace más de 30 años. En la Nochebuena, después de la cena, mi prima Citlalli –que siempre se quedaba a dormir–, mi tía –que tramposamente dejó su zapato aunque me lleva 19 años y entonces ella rondaba los 25 o 26 años– y yo dejamos nuestros preciosos y limpios zapatos a un ladito del Nacimiento.
Bajé tempranísimo, como cada año, a la cochera de la casa de mis abuelos. Allí estaba mi zapato, encima de un montón de cajas de regalos. Me quité, como pude, el cabello enmarañado que me caía sobre la cara y me puse de rodillas. No recuerdo tantos obsequios como los de ese 25 de diciembre. Alguien, no sé quién, dijo mi nombre a mis espaldas. Volteé con cara de felicidad, emocionada. Y me tomaron una fotografía. Mi mameluco lila con blanco y yo pasamos a la posteridad de los álbumes familiares, esos que guardan las mamás y los papás de entonces para luego enseñárselos a tus amigos adolescentes y universitarios para dar material a la carrilla.
Ahora, en mi propia casa, no hay Nacimiento ni arbolito; nomás unas luces amarillas que prenden y apagan con ritmo en la ventana que da a la calle. La ausencia de niños se nota en que no hay cartas ni zapatos lustrosos para que lleguen los juguetes.
Pero, si pudiera, haría una cartita como petición a la humanidad, al Universo, a la vida. Sólo escribiría una palabra.
Felicidad.
Twitter: @perlavelasco
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