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Debanhi, Andrés Manuel y Samuel

Traidores a la patria. Así, ni más ni menos. Ahora que tanto Morena como la oposición pusieron de moda el término, podemos aseverar que, en materia de seguridad, todas y todos los gobernantes de este país son traidores a la patria: el presidente de la República, las y los gobernadores, las y los alcaldes. Sin excepción, son traidores y responsables directos de la muerte de Debanhi Escobar y de miles de mujeres mexicanas. 

Si bien los límites entre Estado, gobierno y sociedad no siempre nos quedan muy claros a la ciudadanía de a pie, no nos confundamos en algo que es fundamental para entender lo que pasa en este país: no es verdad que seamos corresponsables –en ninguna medida– de los feminicidios y las desapariciones de mujeres que nos lastiman profundamente todos los días; no es verdad que la culpa sea de las jovencitas que quieren salir a divertirse y beber alcohol; no es verdad que las mujeres mexicanas sean negligentes por negarse a seguir comportamientos diferenciados de los hombres. No, no es verdad que tengan la culpa las madres y los padres que les dan permiso de vivir su libertad. La culpa es del Estado. 

Y es que el Estado –ese ente nebuloso e ineficiente–, se define, desde la teoría, como una asociación política que cuenta con dos rasgos esenciales: su carácter institucional y duradero, y el monopolio legítimo de la fuerza o la violencia. Al respecto, Weber se refería al Estado como un ordenamiento racional a través del cual las reglas o leyes se aplican a las actitudes y los comportamientos de los miembros de esta asociación (ciudadanía) a través de un ejercicio de coacción legítima. En otras palabras, el Estado está diseñado para garantizar el orden, para hacer cumplir la ley y castigar a aquellos que la infringen. 

Sin embargo, en México el Estado no sirve para ninguna de estas tres cosas: no garantiza el orden, no hace cumplir la ley o lo hace de manera diferenciada y tampoco castiga a quienes infringen las reglas. Esta triple disfuncionalidad es el origen de nuestra condición actual y no la rebeldía, los problemas familiares y la falta de cuidado de las mujeres mexicanas. En nuestro país es altamente probable quedar impune por matar a alguien, sobre todo si la víctima es una mujer. 

La brutalidad de esta realidad se vio representada en las actitudes y discursos de Andrés Manuel López Obrador y Samuel García. Por una parte, fiel a su estilo, el presidente de México se deslindó del tema e informó en una de sus mañaneras que un equipo del gobierno federal ya “colaboraba” con las instancias judiciales de Nuevo León: “Informarles que estamos atendiendo lo de la joven que perdió la vida y se está aclarando sobre las causas en Nuevo León”, dijo AMLO. 

Por otro lado, Samuel García apareció más torpe que de costumbre y, con una espeluznante sinceridad, les informó a las familias neolonesas que él, el gobernador, no conocía los detalles del caso, mientras su fiscal declaraba que en Nuevo León la mayoría de las desapariciones de mujeres se presentan por “rebeldía” y “decisión voluntaria”. Es decir, la culpa es de ellas, otra vez. 

“Yo soy el gobernador del estado y no conozco la méndiga carpeta, quiero saber qué pasó, cómo ayudo”, escuchar esta declaración de Samuel García –el responsable directo de procurar seguridad a las mujeres y hombres de su entidad– es dramático, demoledor y contundente. Hoy, la única certeza que tienen las mujeres de Nuevo León y del país es que nadie las cuida. 

La tragedia de Debanhi dejó claro que gobernar México es mucho más que dar una conferencia matutina –como ya lo sabe AMLO– y que hacer campaña permanente en TikTok e Instagram no implica resultados, legitimidad y gobernabilidad. 

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