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A aplastarlo
Y el sarampión avanza
La realidad líquida es un concepto que el sociólogo Zygmunt Bauman puso de moda a principio de la década de los años 2000 y explica, básicamente, que las sociedades contemporáneas han propiciado una ruptura con las organizaciones, patrones y estructuras tradicionales.
Así, la sociedad líquida se concibe como una nueva comunidad en la que las instituciones que se mostraban sólidas e infranqueables se han erosionado y diluido, abriendo paso a una nueva realidad marcada por la incertidumbre, la inestabilidad, el vértigo de los acontecimientos y el individualismo. El retrato de la sociedad líquida se puede apreciar, con cierta facilidad, en los inéditos modelos de familia, en las escuelas y sus nuevos métodos de aprendizaje, en el cada vez más pragmático mundo profesional, en la individualización de las “formas” de comunicación, en los espacios artísticos y, por supuesto, en la vida política.
La idea de fortalecer al sistema para garantizar la estabilidad de las personas permeaba más allá de la vida interna de los partidos y trascendía a los ámbitos personal, familiar y social. En México mandaba el presidente, en la escuela el profesor, en la casa el padre de familia, en la vida espiritual el párroco del barrio y en el trabajo el patrón. De esta manera, la fórmula patriarcal, autoritaria y vertical funcionó de manera eficiente durante décadas.
El PRI de la era hegemónica y su versión posterior hasta Peña Nieto, el PAN hasta hace unos años y el mismo PRD en sus inicios, fueron instituciones sólidas con capacidad para canalizar conflictos, regular intereses, armonizar disensos y generar equilibrios que atendieran, fundamentalmente, el orden y la gobernabilidad. Más allá del perfil de cada régimen sexenal, en México los partidos y la política como actividad profesional estaban diseñados para dar certezas, controlar las fugas de la tubería organizacional, robustecer al sistema por encima de los individuos y garantizar la salud y la efectividad de la maquinaria.
Sin embargo, la liquidez política a la que hacía referencia Bauman se muestra sin reservas en nuestros días. Lejos quedaron atrás las prácticas y rituales que hacían de los partidos verdaderos diques con capacidad para contener las ansias, intereses, beneficios e inclinaciones personales de los militantes y sus líderes.
Hoy, por ejemplo, las corcholatas hacen caso omiso a las reglas que impone su partido, porque, incluso, Morena no existe. Mario Delgado, el dirigente nacional, es una figura empequeñecida por el peso y el tamaño de AMLO y de los propios aspirantes a la sucesión presidencial. La vida institucional del partido es apenas un susurro frente a la estridencia de las y los actores que éste debería controlar, encauzar y dirigir.
Claudia Sheinbaum y Adán Augusto López han mostrado cierta disciplina, pero ésta no se dirige a la institución partidista, sino al presidente. Marcelo Ebrard ha jugado en la raya y Monreal vive desafiando abiertamente a todos y a todo. A nadie le sorprendería ver al político zacatecano jugando en 2024 con MC o incluso con la alianza opositora Va por México.
En nuestros días, la institucionalidad está rota porque los proyectos personales, el rédito electoral de cada perfil y su capacidad para mimetizarse con cualquier ideología o proyecto se han impuesto por encima de los beneficios institucionales o comunes, tal como se aprecia en la “rebeldía” de Monreal –o de Pablo Lemus, aquí en Jalisco–, en los gobernadores priistas que sacrificaron su militancia por una embajada o consulado, o en personajes como Alito o Marko Córtes, que viven ensimismados sin escuchar ni ver a nadie, incluso, dentro de sus propios partidos.
La pregunta es: ¿esta realidad líquida y el debilitamiento institucional que entraña nos ha servido a las y los mexicanos para consolidar nuestras libertades y derechos democráticos? Yo afirmo que no.
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jl/l