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Colmar la autoridad vacía

La mano que dispara contra un policía atenta no sólo contra su vida, sino contra la sociedad encarnada en los representantes de la autoridad.

Cuando un delincuente común dispara contra un representante de la autoridad se entrega a varios riesgos: la pericia del adversario, la reacción de sus compañeros, la agilidad para huir son algunos de ellos. Es un azar que escape impune e incluso que sobreviva.

Los ataques a policías por parte de delincuentes comunes parecen con una tendencia a normalizarse directamente influida por los embates del crimen organizado, cada vez más frecuentes, más sanguinarios, más sofisticados y menos castigados de los últimos años.

El poder de fuego de los grupos criminales, genéricamente clasificados como el cártel A o el cártel B en Jalisco, iguala y en ocasiones supera al de las fuerzas del orden público. El entrenamiento clandestino de sus equipos de combate puede ser semejante al de un policía promedio y, sin embargo, los decesos de los agresores suelen superar por poco a los de los servidores públicos. No por ello cesan los enfrentamientos.

También los combates ocurren entre los A y los B o contra sus eventuales escisiones.

Ante una perspectiva de tal magnitud de ausencia de la autoridad se va ahondando un vacío en la percepción de la sociedad respecto a la capacidad de las fuerzas policiales, sobre todo, pero también de las militares.

Supón que un niño con 11 años al inicio del sexenio pasado llegó a escuchar de la masacre de 15 policías en San Sebastián del Oeste o la de cinco policías federales en Ocotlán o la de ocho militares en Villa Purificación. Ahora tiene 17 años y una serie de decisiones influidas, quizás, por las circunstancias le colocan en sus manos un arma de fuego hecha de manera rudimentaria con tubos galvanizados.

Tal artefacto le da un poder, o al menos una sensación de poder, que está dispuesto a probar en un atraco a una farmacia, junto con otros tres pelados que se han conseguido cada cual su instrumento de intimidación similar.

Y no solamente influye lo que supo por las noticias, sino y sobre todo, aquello que ha vivido de cerca. Ver en las calles al conocido ladrón de celulares que sale una y otra vez del reclusorio porque algo falló en el estricto camino del debido proceso. Saber que se puede burlar la ley. Ver a la policía como una organización sin organización, sin presencia verdadera en la comunidad.

En su mente está presente, al menos de manera inconsciente, la constante erosión de la autoridad. En el momento definitorio de encontrarse de frente a un policía que le ordena renunciar a su objeto de poder, la verdad es difícil predecir si el adolescente obedecería o dispararía.

Sabe que no es un juego de policías y ladrones, pero algo lo ha llevado al límite y su decisión pierde racionalidad. La autoridad debe imponerse incluso a la irracionalidad.

Muchos de los envalentonamientos culminan con la detención del valentón, sin heridos. Lo dejan desarmado y ya. En otro tiempo posiblemente le hubiera tocado su calentadita, pero el sistema penal acusatorio nos ha traído el beneficio de ser garantista y tales prácticas frustrarían cualquier posibilidad de imputación.

Hay otros valentones, carentes de toda formación táctica, que acaban muertos, abatidos, como dicen los policías.

Ese vacío de autoridad tan profundo de nuestros días requiere una presencia real del Estado para la ejecución de la ley. No es ya la ostentación de armas, equipo y vehículos que se usaba hace 30 años. No es sólo cumplir con la obligación de vigilancia preventiva y detenciones legales en respuesta a los delitos.

Ahora más que nunca la colaboración con la sociedad civil en proyectos de paz es fundamental para establecer la presencia de las fuerzas de seguridad del Estado y colmar la ausencia de autoridad.

@levario_j

JJ/I