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Los recuerdos también se mudan

Durante este último año y medio me he mudado en más ocasiones que en el resto de mi vida.

Y mudarse puede ir desde cambiar de ciudad de residencia hasta moverse unas cuantas cuadras, con una cantidad inimaginable de triques que no se sabe, bien a bien, en qué momento llegaron a nuestras vidas o, lo más importante, por qué permanecieron en ésta sin pudor alguno, aunque no los necesitáramos ni por error.

Es tan complicado este proceso que aún no he terminado de concretar la que, espero, sea la última mudanza en un par de años.

Los criterios para dar prioridad a aquello que quise conservar en todos estos movimientos fueron relativamente sencillos de establecer, pero no así de cumplir.

En el punto culminante había claras algunas cosas, tal vez en cierto orden de importancia:

Mis gatos debían irse con nosotros adonde quiera que nos fuéramos –por tanto, el lugar en el que viviríamos tenía que ser propio para ellos–; la ropa y los zapatos que no hubiera usado en el último año no irían conmigo, sin importar qué fueran –ésta, a la hora de la decisión real, costó trabajo–; las prendas que en Zacatecas me habían hecho sobrevivir a no pocos inviernos y que viajarían a Guadalajara serían las menos –sólo conservé un abrigo, dos chalecos y algunas bufandas, y éstas porque me encantan–.

Así pasó con muchos artículos de diferentes tipos y especies. Lo mismo vasos que cubiertos. Sábanas que toallas. Muebles e incluso alguno que otro electrodoméstico.

De los papeles, ni hablar. Años y años acumulados en hojas ahora inservibles, tantos árboles dañados con este fin. Increíble.

Y de entre todo eso que debes limpiar, clasificar y decidir si se queda o se va en alguna caja o maleta comienzan a salir, también, objetos que traen aparejados muchos recuerdos de personas a quienes quieres. Fotografías, dibujos, postales, cartas, escritos propios, libretas con anotaciones, figuritas, corchos de vino…

En esos momentos, de una forma inevitable, comencé a repasar la historia de quienes me han acompañado en diferentes etapas de mi vida. Garabatos casi ilegibles de no pocas ruedas de prensa, entrevistas y coberturas especiales, juntas y pendientes varios me recordaron el tiempo que tengo en esta profesión.

Las fotos de mis amigos, tanto de la época de la universidad como de cuando trabajé en El Occidental, me hicieron sentir la dicha de tener a mi lado, a pesar de la distancia, a personas a quienes quiero, respeto y admiro harto. Los dibujos de Xcaret, con los que me hacía sentir parte de su familia, aunque no fuera mi hija, junto con todos (o buena parte) de los animalitos que han pasado por nuestras vidas en calidad de refugiados temporales.

Unos gatitos negros de ónix que viajaron desde el entonces Distrito Federal como un maravilloso recuerdo luego de un encuentro internacional de ajedrez en aquella enorme ciudad. La representación de un jaguar hecha por artesanos yucatecos que compramos en Mérida durante unas deliciosas (literalmente) vacaciones en diciembre por aquellas tierras. Una serie fotográfica tomada por una de mis amigas, enmarcada, que me ha acompañado sin importar el lugar en el que haya vivido.

Una cámara Polaroid que Gerardo, mi novio, me regaló para un cumpleaños reciente, con rollo incluido, que no ha sido estrenada y que, esperamos, pronto ayudará a conformar la nueva historia familiar. Un cuadro de una vaca, pintado por un buen amigo, que ya tiene un lugar reservado en la nueva casa.

Entre otros, todos estos recuerdos, hechos materia, se mudaron junto conmigo.

Porque forman parte de mi historia.

Lo que soy.

 

@perlavelasco[email protected]