INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

La historia detrás del perro que llora sobre cenizas

Quemaron el hogar de Macario y 70 personas en las avenidas Las Torres y Patria, en Tlaquepaque, un refugio de lonas donde dormían Miguel, de 10 años; Lupita, de 12; Chema, de 5, y por lo menos 17 niñas y niños más. 

Ocurrió el miércoles pasado, 13 de mayo, alrededor de las siete de la tarde, todavía no oscurecía. Para más señas, ahí está la Nueva Central Camionera y la primera parada del Tren Ligero que va desde esta punta de la ciudad hasta Zapopan. 

La noticia corrió por una escena conmovedora que circuló Enrique Bustos, vocero de Protección Civil y Bomberos Jalisco, en su cuenta de Twitter: un perrito blanquinegro remojado moviendo la cola, yendo de un lado a otro sobre las cenizas, aferrándose a un pedazo de cartón quemado en el hocico, desesperado. 

Fuera de cámara quedaron 22 familias que hicieron de un lote baldío su hogar-comercio-taller. La maestra Teresa Figueroa, el empresario Luis Salvador Aguilar y el taxista Diego Filoteo me contaron más sobre ellas. 

Son indígenas purépechas que trabajan la madera y son conocidos por las camas y otros muebles que venden en esquinas de la ciudad. Son migrantes desplazados por la violencia en Michoacán. Tienen sus tierras en la zona aguacatera de Capácuaro, un bello y colorido pueblo rodeado de bosque, a 30 minutos de Uruapan, donde los asesinatos, desapariciones y grupos armados los han dejado sin lugar para vivir en paz. 

“Los trajo la necesidad de tener una vida más digna, lejos de la violencia y el despojo que prevalecía –y prevalece– en su tierra”, dice Teresa. Ella y otras maestras regularizaron a los niños para que pudieran entrar a la escuela. 

Hace más de 15 años construyeron sobre ese terreno vacío sus chozas de lona, donde duermen y tienen sus herramientas. Todo eso ardió; por fortuna, ellos sobrevivieron. La violencia que los ha alejado de su casa en Capácuaro durante años los inquieta otra vez. 

Los niños fueron los primeros en darse cuenta de los iniciales chispazos en el campamento; desconocidos arrojaron botellas con gasolina y comenzaron el incendio. 

Cuando el video con el perro comenzó a compartirse en redes, el taxista Diego quiso saber si estaban a salvo el señor Macario y las familias, pero un cerco de la Guardia Nacional no se lo permitió. 

El emprendedor Luis Salvador se enteró cuando iba bajando del avión, después de haber estado en su oficina de San Francisco; es director general de Toy Worldwide King. Su asistente le mandó el clip a su celular. No conoce a los migrantes, pero se quiso solidarizar. Recién desembarcado les llevó comida que había recolectado en Guadalajara para gente necesitada durante la pandemia del coronavirus y regaló a los niños los juguetes que llevaba para sus sobrinos. 

Luis Salvador platicó con Octavio y Elvira, los líderes de la comunidad asentada en el lugar. 

“No le hacen nada a nadie, no dañan a nadie”, dice Luis Salvador en una llamada por teléfono. Estaba contento porque mientras él estaba con las familias llegaron otras personas: un hombre les regaló unos 60 sándwiches, una chica llevó cobijas para que pudieran pasar la noche. 

La maestra Teresa opina lo mismo: “No le quitaron nada a nadie, nadie estaba ahí, no había jardines, era un espacio baldío, y ellos necesitaban lugar para vivir”. Teresa me dice que trabajan ahí en su casa-taller todos los días, de la mañana a la noche, no piden en las calles, se ganan la vida con su madera. 

Desde el miércoles la gente no los ha dejado de ayudar, la cuarentena no lo ha impedido. 

Si no hacían daño a nadie, ¿a quién le interesa sacarlos de ese terreno cercano al Tren Ligero? Ellos, dice la maestra Teresa, están dispuestos a comenzar sobre el mismo lote baldío, están durmiendo ahí, sin agua, sin camas, sin herramientas, mucho menos con cubrebocas. 

Para ellos, su hogar está en Capácuaro y vuelven algunas veces al año; allá tienen su casa de piedra, sus tierras, pero no pueden tener paz. 

[email protected] 

jl/I