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Jueces nuevos renunciando
Porque nos la quitaron
Sueño con el momento de mi vida en que pueda vivir un otoño como esos de película, en los que las hojas de los árboles caen y se convierten en fabulosos tapetes amarillentos, rojizos y terrosos que crujen al pisarlos, como si fueran gritos apagados.
Debe ser, deduzco, la herencia fílmica norteña, porque mientras más cerca estemos del Ecuador, más lejos estamos de esas escenas que relacionamos con el otoño, uno muy diferente al que en realidad ocurre en las coordenadas en las que estoy mientras escribo estas letras.
Además, esta temporada tiene un sabor especial. A esencia de azahar y a naranja; a azúcar y a harina. Huele a pan recién horneado.
Por cierto, siempre me he rehusado a comer pan de muerto antes del 15 de octubre. Aunque en años recientes las fechas y sus particularidades parecen atropellarse para llegar a ellas más pronto –por ejemplo, desde junio hay chiles en nogada–, tengo una relación especial y particular con el Día de Muertos.
El Día de Muertos fue, al inicio de mi vida, una herencia terrible. Aún recuerdo que, durante mi niñez, no podía festejar mi cumpleaños justo el 2 de noviembre porque era común que algunos de mis amigos no pudieran asistir a mi pastel y mis piñatas porque sus familias irían al panteón o a misa.
Luego, en una fatídica coincidencia, un querido tío fue asesinado el día en que cumplí 14 años. Recuerdo a mi familia devastada, mientras con apenas la compañía de dos o tres de mis vecinas y mis primas partía un pastel y comíamos pizzas pedidas casi de último momento.
Después, la adolescencia y la temprana juventud, llenas de abulia. ¿Para qué celebrar mi cumpleaños si no hay nada por festejar? Para el cuarto de siglo fue distinto. Hice una fiesta y bastantes de mis amigos acudieron; algunos de ellos aún están presentes en mi vida.
Me mudé de ciudad y, cuando podía, venía a Guadalajara para mis cumpleaños a disfrutar ese día con mi familia, con una sensación más cálida y amorosa, esa que te da la perspectiva y estar distanciado de la gente a quien amas.
Pero tras varios años llegó una nueva visión del asunto. En 2016, días previos a mi cumpleaños, estuve internada en el hospital por un embarazo de alto riesgo. Para el 2 de noviembre ya había sido dada de alta y, en una celebración organizada por mis primas, compré pintura corporal y me dibujé una bellísima calabaza chimuela en mi panza. Tengo fotos que lo atestiguan y que guardo como tesoros.
Al año siguiente, en 2017, en un hermoso altar de muertos puse lo poco que tengo de mi hija. Su cajita de cenizas, el eco con su cara, la bitácora que escribía para ella y la ropa con la que la recibiríamos. Desde entonces, ella no falta en mis días de muertos, acompañada de flores de cempasúchil y pan azucarado, cruces de sal y papel picado. Con sus bisabuelos al lado, como custodios eternos.
Este año estoy por cumplir 39 vueltas al sol. Hasta ahora, he vivido, pero también en otros momentos apenas he sobrevivido; incluso me atrevo a decir que ha habido instantes en que las ganas de seguir viviendo se me han escapado casi por completo.
Pero cumpliré 39 años rodeada de una familia que me ama y me ha apoyado en los momentos más oscuros de mi existencia; de un compañero de viaje que me contiene, que no me ha dejado sola y me ha dado todo su amor y respaldo cuando ni yo misma me he querido. De amigos nuevos y viejos (antiguos, más bien) que han entendido los procesos complicados por los que he pasado y han decidido seguir honrándome con su permanencia en mi vida. También están quienes se fueron, a quienes siempre estaré agradecida por haber formado parte de mi historia y dejarme algo de ellos.
Feliz Día de Muertos.
Feliz cumpleaños.
A mí.
Twitter: @perlavelasco
jl/I