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Balas envueltas en impunidad y discursos

Las balas no sólo van tras la vida de un periodista. Los proyectiles también pretenden acallar textos, imágenes, sonidos que exhiben asuntos que encolerizan a los autores intelectuales de los disparos. Cada cartucho es la censura criminal que impone la pena de muerte por informar. La pólvora de las armas quisiera tender un manto que invisibilice los intereses que el trabajo informativo exhibe de personajes y grupos que usan su poder para medrar, a costa de lo que sea; incluida la vida de periodistas.

En México, informar crítica y mediáticamente es peligroso. Cada frase o dato, comentario o señalamiento, fotografía o video, no se sabe a quién o a quiénes puede afectar. Decenas de miles se mueven en los subterráneos, en la ilegalidad, y la respuesta criminal puede surgir de cualquier lado. Las cañerías del sistema político, económico y de seguridad del país son enormes y ocultas, perversas y malignas, ambiciosas y paranoicas, sádicas y ruines, podridas y apestosas. Lo que publica o transmite un medio puede convertirse en un boomerang para los emisores.

Los ejecutores de crímenes dirigidos a periodistas son el brazo de empresas criminales ávidas de mayor riqueza, dispuestas a usar la crueldad como arma. Detrás de cada asesinato de un informador se halla una red de redes vinculada a espacios no solo de delincuentes, sino también a sectores de fuerzas del orden, hampones de cuello blanco, políticos enquistados, autoridades ineficientes que fortalecen la impunidad y una cultura enferma que admira al fuerte, al poderoso, al que aplasta a quien se le interponga.

Cada bala disparada contra periodistas está envuelta en un clima político que desde el poder público o cualquier otro espacio escupe descalificaciones, medias verdades, estereotipos, ignorancias, mentiras, cerrazones, superficialidades, venganzas, amenazas, desconocimientos, irritaciones, razones de partido o de Estado. Antes de que el periodista sea blanco de un proyectil, ya fue blanco de discursos que legitiman y alientan el ataque. La impunidad cierra la tapa del ataúd. Ningún profesional está a salvo de ser víctima. Matar a periodistas es, desde la lógica de los homicidas, sumar un tatuaje, una cruz, una imagen más en su consciencia, muerta también.

Sin darnos cuenta, a ciegas, en México transitamos de la normalización a la banalización de los crímenes. Ahora resulta trivial, insustancial o de poco interés o trascendencia (como define a lo banal la Real Academia Española) que en tal o cual lugar alguien muera acribillado. Donde poco importan las víctimas, salvo a sus deudos. La aritmética de la muerte engrosa estadísticas y adormece consciencias.

Pese a todo, se están construyendo más resistencias, arrostrando riesgos. En la primera línea, demandando justicia y verdad, están las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, y las que perdieron a una hija a manos de un feminicida hasta los defensores ambientales o de derechos humanos, entre muchos ejemplos.

Demandar justicia y protección es también rechazar la violencia que encierran la normalización y banalización de los asesinatos de periodistas. Van cuatro homicidios de informadores en enero, el más reciente ayer, en Zitácuaro, Michoacán. Ante eso es relevante que, en 62 ciudades de 22 estados del país, el pasado martes protestaron cientos de periodistas. Fue un día emotivo y doloroso, pero histórico y aguerrido. Empieza a tomar forma presentar un frente común ante los crímenes y desafíos colectivos. Fortalecer y tejer entramados flexibles e incluyentes de solidaridad, denuncia y protesta puede ser un paso. Ahí todos cabemos.

El periodismo es, en esencia, una profesión humanista de gran compromiso con la libertad y la justicia. Y eso no lo podrán detener los que actúan desde las sombras criminales.

Twitter: @SergioRenedDios

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