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Ser tapatío y no detestar a AMLO

Las y los mexicanos hemos caminado cuesta arriba durante muchos años, prácticamente así ha sido toda nuestra vida democrática. Sin embargo, pocas veces nos había sido tan difícil el diálogo y el consenso político. Si bien hemos soportado severas crisis económicas, hegemonías políticas, masacres estudiantiles, fraudes electorales y demás, nunca –quizá desde Salinas de Gortari– un presidente había generado tanta pasión como Andrés Manuel López Obrador. En Jalisco esa condición se potencializa. 

Hoy, nuestros espacios de debate responden a este “apasionamiento político” y funcionan a partir de un sistema binario: amar u odiar al Peje. Es casi imposible que nuestras charlas, y nosotros con ellas, escapen de esta categorización: nos definen, nos construyen y nos proyectan. En Guadalajara, nombrar a AMLO sin anteponer una crítica casi siempre genera las mismas reacciones: incredulidad, rechazo, temor y odio, a veces las cuatro juntas. Y es que aun cuando en la elección de 2018 López Obrador fue el candidato presidencial más votado en Jalisco, es claro que su proyecto político no ha penetrado en la mente y el corazón de los orgullosos habitantes de este estado. 

Yo voté por López Obrador en las elecciones presidenciales de 2006, 2012 y 2018, soy lo que se dice un tapatío atípico. Lo hice racionalmente, asumiendo que era la única alternativa viable para sustituir el sistema de complacencias, corrupción y cinismo que habían montado de manera sumamente eficaz PRI y PAN desde 1988. Sin embargo, conforme transcurre el sexenio es cada vez más agresivo el tono con el que una parte de la población se refiere al presidente y a quienes no mostramos un abierto rechazo hacia él. 

La pregunta de fondo no es si estamos arrepentidos o no de la elección que tomamos, como muchos insisten; primero, porque la realidad del país no puede constreñirse a una dicotomía tan simple y, segundo, porque la contrición política es un sentimiento inútil al momento de enfrentar la racionalidad instrumental que implican las decisiones en política, ya sea como gobernante o como ciudadano. 

El tema central aquí es la imposibilidad que tenemos tanto para hacer a un lado las tipologías que se nos han impuesto –algunas desde la propia presidencia– como para asumir la realidad social y política sin formar parte de ninguno de los bandos radicales. A mis amigos y familiares de por aquí les explico que el hecho de no odiar a AMLO y de reconocer algunos de sus proyectos, programas e intenciones no me convierte en unos de sus “zombis”, en un irresponsable o un idiota. 

Por ejemplo, he celebrado la atención directa que el actual gobierno federal brinda a las familias más desprotegidas de México con becas, pensiones, apoyos y discurso, sin embargo, me aterroriza la situación del país en términos de inseguridad, que también es responsabilidad de este gobierno y ahí no hay para dónde hacerse: este es el peor fracaso de AMLO. 

Es claro que en términos económicos estamos estancados, en buena parte debido a las decisiones de AMLO, sin embargo, nuestra moneda ha mostrado estabilidad, el precio de la gasolina no se ha desbordado y la inflación sigue estable, pese a los dos años de pandemia y las predicciones más fatalistas. Es decir, los matices existen y debemos recuperarlos para que, en la próxima elección, gane quien gane, a nadie se le vuelva a señalar como enemigo público por el simple hecho de ejercer su derecho a votar. 

Lo que está en juego en 2024 es mucho más que la Presidencia y aún tenemos tiempo de reconciliarnos con nosotros mismos y asumir nuestro papel de ciudadanos comprometidos con el diálogo, la deliberación pública, el respeto y, sobre todo, la tolerancia hacia diferentes formas de pensar lo público, una asignatura que, de pronto, nos cuesta mucho trabajo asumir en estas tierras custodiadas por la justicia, la sabiduría y la fortaleza. 

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