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Ese lastre para la democracia llamado PRI

In memoriam, Jaime Ramírez Yáñez (1959-2023) 

 

Decir que el nuevo régimen imperante en México con Morena y López Obrador es el enterramiento definitivo de ese “muerto que vos matáis” es ignorar que “goza de cabal salud”. Conozco muchos priistas genuinamente demócratas, pero debo advertir que la pulsión más profunda y primitiva de la mayoría de los integrantes de ese viejo partido es la del “nacionalismo revolucionario”, en que el Estado era amo y señor del país, y permitía por gracia de su “grandeza” una serie de libertades cívicas, siempre que no “se pasaran de la raya”, lo cual es una frontera arbitraria porque dependía del comisario encargado de definirla.

La genialidad priista, una mezcla de realidad y apariencias, un fantasmón de democracia entre censura oficial, sometimiento de la prensa, desarrollo “dirigido”, corporativos de clases armoniosos (el sueño de Mussolini), victimización ante el extraño enemigo (masiosare, pues) fue definida con justicia poética por el gran Mario Vargas Llosa como “la dictadura perfecta”. Y es justamente esa dictadura que, como el amor de Corydon (André Gide), “no puede decir su nombre”, la que consagra de forma casi definitiva una parte la esencia nacional, si es que algo así puede existir.

Mi aserto merece dos consideraciones: la primera, que Morena y López Obrador no entierran al PRI. Como decía el Jesucristo de los evangelios (ese personaje tan caro al personaje tabasqueño, a caballo entre la tradición tricolor laica y simuladora y la religiosidad personal más rupestre, típica de los conversos), ellos “no vinieron a violar la ley (a destruir al PRI, pues), sino a darle cumplimiento”. No es casualidad que el partido guinda esté nutrido al menos por mitad de ex priistas. Y que, con la salvedad de Claudia Sheinbaum, todos sus liderazgos compartan un pasado priista más o menos largo.

Pero no se trata de una nómina de arrepentidos demócratas. Solamente son tránsfugas de la transformación priista a partir de Miguel de la Madrid, en que se cometió pecado del “neoliberalismo” y se quebró al Estado todopoderoso, se repartió su herencia, se vitalizó a la sociedad civil y se eliminó el control electoral. Esos priistas convertidos a guinda son solamente los que buscan recuperar la herencia Calles-Cárdenas-Alemán-Echeverría.

López Obrador es la figura perfecta para esta restauración que, como todas las restauraciones, regresa al pasado, pero es al mismo tiempo, otra cosa (¿La historia de una gran tragedia se repite como una “miserable farsa” (Karl Marx)?). Quiere el regreso del viejo modelo, pero al mismo tiempo, su acusado personalismo lo lleva más lejos. Mira al pasado y presente latinoamericanos: se asoma a las historias de Juan Domingo Perón, de Getulio Vargas, de Fidel Castro, de Hugo Chávez, de Evo Morales, de Daniel Ortega... allí está la posibilidad de reinventar al guinda... como el PRI (PNR, PRM) que anhelaron los Calles, los Alemán y los Echeverría: el maximato. Podemos corregir el pasado y hacer lo que los viejos próceres no se atrevieron (era Múgica, no Ávila Camacho, don Lázaro; era militarización, no civiles; usted la regó).

Y termino con la segunda consideración: es lo que queda del PRI la farsa final antes de completar la transformación. La indiferencia de los liderazgos priistas a la necesidad de mantener la democracia representativa, laica y de contrapesos es pasmosa. Viven gozosos su autodemolición con sus mascaradas de democracia, mientras llenan de guiños simpáticos a la presidencia imperial. No importa, los veremos pronto en Morena, como tantos que se han ido estos años. El error siempre será vivir fuera del presupuesto. El error fue querer ser como los malvados imperialistas que nos miran recelosos desde la frontera norte y allende el Atlántico: elecciones libres, contrapesos, autonomías, conservación ambiental, derechos de las mujeres, derechos humanos, minorías. Es el imperio el que financia a la disidencia, el verdadero enemigo, no esa vieja casa tricolor que se derrumba... para reedificarse en otro color.

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jl/I