Era un lunes de finales de septiembre de 2022 cuando, cargados de equipaje, pasamos a buscar la nueva camioneta puntualmente a la agencia para volver de la CDMX a Guadalajara. Lo que se llevó un buen rato, pues el papeleo y demás trámites tardaron bastante.
Finalmente, estábamos saliendo alrededor de la una de la tarde rumbo a la autopista de Querétaro para iniciar el camino. Conforme avanzábamos el tránsito se fue haciendo más pesado y avanzaba cada vez con más lentitud al acercarnos a la caseta de Tepotzotlán, hasta detenerse completamente justo al pasar a un lado.
El tiempo empezó a transcurrir tan despacio que se sentía eterno. Poco a poco nos enteramos de que el problema era provocado por un bloqueo en Tepeji del Río que un grupo de inconformes hacía de la autopista, y que se prolongó por varias horas antes de que pudiéramos movernos.
Ahora no recordamos cuál era el motivo de aquella protesta, pero aquel día nos dejó anclados ahí alrededor de cinco horas. Cansados y sin comer, arrancamos hacia Guadalajara pasadas las seis de la tarde, a donde conseguimos llegar rebotando entre baches y sorteando autos y camiones, cerca de la media noche.
Las recientes protestas de campesinos y transportistas vuelven a recordarnos una verdad incómoda que el país se empeña en no mirar de frente: vivimos en un modelo económico que descansa sobre los hombros de quienes menos tienen, mientras el Estado administra a medias las crisis que él mismo alimenta. Los bloqueos carreteros exhiben, con crudeza, las dos caras de un conflicto que nadie quiere asumir, pero que todos padecen.
Por un lado, están los campesinos que trabajan la tierra con precios de garantía que ya no garantizan nada, apenas sombras de un compromiso gubernamental que nunca se ha tomado con seriedad. Sembrar hoy es un acto de fe más que una actividad productiva: fe en que el clima no arrase, en que la delincuencia no robe la cosecha, en que el acaparador no imponga precios de miseria. Y al final, fe en que el gobierno no cambie de opinión cada sexenio. Son eslabones fundamentales de nuestra cadena alimentaria, pero viven en condiciones laborales que rayan en lo indigno, atrapados entre la falta de apoyo técnico, el abandono institucional y una inseguridad que convierte cada traslado en un riesgo de vida.
Del otro lado están los transportistas, igual de desprotegidos. Sufren asaltos cada día, pagan cuotas al crimen organizado, manejan jornadas extenuantes y después son señalados como los responsables del caos cuando bloquean una carretera. La protesta es la única herramienta que les queda cuando la autoridad los escucha solo bajo presión.
Pero también es cierto que los bloqueos afectan a quienes nada tienen que ver con las decisiones de política pública: familias que viajan, productores que necesitan mover mercancías, trabajadores que no pueden llegar a su destino. La carretera bloqueada es un símbolo de un país que se detiene, que no avanza porque su Estado no garantiza ni economía justa ni seguridad mínima.
Al final, todos son víctimas de un sistema roto. Lo verdaderamente criticable no es la protesta, sino la realidad que la provoca: un gobierno que normaliza la precariedad y una sociedad que solo mira el problema cuando ya estalló en el camino.
Así sea.
jl/I









