El humano frente a su diminuta tragedia
No hay nada evidente que hile a los personajes de los cuentos que compila en su más reciente libro Samantha Schweblin, la autora argentina mencionada en algunas de las listas de autores nominados para el Premio Nobel de este año.
Quienes protagonizan El buen mal, como se titula, están conectados solo porque se encuentran en una frontera moral que es crucial en la vida de todos y de todas. Están a punto de mirar cómo se origina en sí mismos un cambio absolutamente radical. Están a punto de cruzar una línea de la que ya no se vuelve. El mundo en el que se sienten abatidos y encerrados, el mundo al que están acostumbrados, está a punto de hacerse añicos.
Una madre que descubre dentro de ella un impulso asesino al que no sabe si dar rienda suelta; un hijo marcado para siempre por el descuido de sus padres a quienes remueve, para siempre, la culpa; dos niñas que descubren el mundo destrozado de una poeta alcohólica; la pérdida y el duelo deformando los rasgos de unos padres que compartían una tranquila vida en común.
Publicado en Random House, el libro propone como punto de partida una cotidianidad tensada por la incomodidad y la superficialidad. Esas vidas que uno vive porque no tiene otra opción, porque está casi condenado a ellas.
El escenario de los cuentos deja al desnudo relaciones frágiles desde su origen, tan artificiales que casi piden a gritos romperse y trastocarse.
En este escenario, los personajes, casi hartos de la misma rutina, se descomponen hasta llegar al umbral de ese algo hipnótico que los acerca a la muerte, a la enfermedad irremediable, a la locura, a la maldición.
Leyéndolo uno se pregunta si el ser humano es incapaz de evitar la tragedia, si ya está decidido cuando uno mete el pie en ellas, que ese evento (por minúsculo que sea) nos cambie por completo como en un segundo nacimiento. Un bautizo.
Lo que les pasa a estos personajes es, pues, irremediable como es casi todo aquello a lo que huimos, aunque nos aguarde ahí, en alguna parte del camino.
Esa es la liga que estira en sus cuentos la autora, consagrada ya como una maestra de la ficción, el terror contemporáneo y de la literatura latinoamericana en general: lo inútil que es intentar escapar del terrible destino que nos espera al final de nuestras jornadas más monótonas cuando algo simplemente, lo queramos o no, se tuerce. Nos tuerce.
¿Así estaba dicho? ¿Esto nos completa? ¿Nos da profundidad? Esto que somos después de enfrentarnos a eso que nos hace ver más claramente la realidad, ¿estuvo siempre dentro de nosotros?
Es casi una máxima de la vida que uno sobrevive a las tragedias para convertirse en otro humano, en teoría en uno más fuerte. Pero los personajes de Schweblin no son más fuertes después de exponerse al miedo, a la pérdida, al horror, al luto, a lo sobrenatural. Se vuelven silenciosos. Ligeros. Terribles. Transparentes. Iluminados de maneras irremediables.
¿Y nosotros? ¿Qué será? Estamos tan acostumbrados a observar a la tragedia ocurrir tan cerca de nosotros –cada vez más cerca– todos los días que es difícil imaginarnos todas esas transformaciones en nuestras vidas ocurriendo al mismo tiempo. Pero es así, aunque seguro guardamos una, esa que nos cambió de verdad, que nos hizo de pronto ver el mundo distinto cuando nada más –ni el amor, ni la bondad, ni nada– lo había logrado antes.
¿Nos volvemos más ciertos después de esas cosas que nos pasan? ¿Éramos más nosotros mismos antes o después del cambio? ¿Habíamos estado guardando dentro de nosotros mismos a esos otros que somos?
Que Samantha Schweblin nos pregunte esto a través de sus cuentos es importante. Casi vital, diría. En tiempos como los que vivimos, rodeados de tragedias, rodeados de decisiones difíciles, de impotencia, de pérdidas y de la continuidad perpetua del daño, uno debe mirarse en el espejo para constatar en qué se ha convertido después de todo esto antes de salir de casa.
jl/I
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