INICIO > OPINION
A-  | A  | A+

Arreola y los talleres literarios (3)

“De pronto no sé por qué, decía: ‘Esta línea me gusta, ¿por qué? Quién sabe, pero por algo’. Ese estado de sensibilidad él lo definió un día. ‘Así como hay catadores para ver dónde hay irradiaciones, debería de haber catadores de poesía: que pudiéramos pasar sobre un poema y en un momento dado, cuando hay poesía, se moviera la aguja’. Quizá él tenía eso de la pura sensibilidad. Un estado como de entusiasmo”, recordó Jorge Arturo Ojeda en un departamento de la Ciudad de México, contiguo al Bosque de Chapultepec, que había pertenecido a Arreola.

Y eso mismo es lo que percibimos nosotros –una tarde de abril de principios de los años ochenta– cuando Arreola terminaba de leernos el poema de Gutiérrez Nájera:

 

Morir, y joven; antes que destruya

el tiempo aleve la gentil corona,

cuando la vida dice aún: “Soy tuya”,

aunque sepamos bien que nos traiciona.

 

Arreola se extasiaba con las palabras, e invocaba al lenguaje, de sus labios, casi invariablemente en las tardes en las que fui su alumno de lectura en voz alta, dejaba en el aire un temblor, una forma de a seguir, una estela que había que leer y leer.

Ante su presencia, supe que el lenguaje hacía que cada uno fuera distinto porque se invocaba al pasado, al presente y se vislumbra algo de futuro. Yo nunca vi, por cierto, que al igual que esa tarde precisa, Arreola iba a leer un poema mío. Tuvo que pasar mucho tiempo para que ocurriera, pero por fortuna ocurrió.

Eran las tres de la tarde del 3 de mayo, día de la Santa Cruz, de 1998.

A Juan José Arreola lo había visto por vez primera hacía muchos años, cuando fuimos vecinos y yo acababa de leer La feria. Recordé en ese breve lapso las infinitas veces que lo había visto después, en espacios públicos, en la televisión, en la Casa de la Cultura leyendo en voz alta para mostrarnos la enorme calidad de algunos poemas mexicanos, cuando fui su alumno, en su casa de Zapotlán, donde conversé con él para luego colocar sus palabras en mi libro Arreola, un taller continuo (1995).

Esta vez le había solicitado una entrevista para la revista Tierra Adentro, en ocasión de sus 80 años. Me esperaba sentado en un sillón de la sala de su casa. Me sonrío. Y comenzamos la conversación. Recordó a mi abuelo Gabino Pazarín, de quien fue amigo y sus días en Zapotlán. Al final le entregué un libro mío. De La medida leyó un poema –elegido al azar– alzando su voz, que escuché con emoción…

Se incorporó y caminamos juntos por el pasillo de la casa. Durante el trayecto caía infinito su blanco cabello sobre el piso.

Fue la última vez que lo vi con vida. 

Opinión de: victormanuelpazarin.blogspot.mx

JJ/I