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La lucha libre, revitalizada

(Foto: Cortesía)

Fue en la década de los años 80 cuando el grupo Botellita de Jerez lanzó su propuesta estética de reincorporar elementos mexicanos a las formas tradicionales de hacer rock, como menciona Rogelio Marcial en Sobre la emergencia del rock y las culturales juveniles en Guadalajara. De entrada, en la canción El guacarock del Santo parafrasea a Silvio Rodríguez, quien a su vez cita una frase de Bertolt Brech:

Hay hombres que luchan un día y son buenos / Hay hombres que luchan un año y son mejores / Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos / Pero los hay quienes luchan todos los domingos / ¡Esos son los chidos!

Más allá de las posibles transgresiones a partir de añadir el prefijo guaca al término musical norteamericano rock o de la desviación lúdica que hacen de la invitación a la militancia del dramaturgo alemán, la referencia efectiva (sólo los luchadores luchan los domingos) de esta canción permite pensar lo chido como sinónimo de lo cool, remitiéndonos a una tendencia cultural sin precedentes.

La canción de Botellita de Jerez es la representación de que para las generaciones siguientes la lucha libre será algo chido. En la tradicional Arena Coliseo la lucha se realiza dos días: los domingos acuden familias completas y los martes resulta difícil acceder a la sede, dado que los asistentes se trasladan generalmente en coches que llenan los estacionamientos aledaños, en virtud de que acuden jóvenes de distintas partes de la ciudad.

Cuando los martes van los jóvenes a la Arena Coliseo forman parte de espectadores heterogéneos, cuyas características propician una riña que es parte del espectáculo. El combate lúdico de interacción entre jóvenes ubicados en dos lugares en el auditorio –gradas y luneta– favorece una lucha simbólica entre clases sociales.

Las chicas que asisten son objeto de acoso constante, al convertirse en centro de atención y lucha simbólica de propiedades a lucir. Esto se manifiesta cuando son constantemente empujadas, a través de aplausos y gritos, tanto de sus acompañantes como del público en general, a levantarse de sus asientos y girar sobre sí mismas, para exponer sus cuerpos a la mirada masculina y en recompensa recibir un aplauso; esta petición no puede ser negada, porque la presión del público obliga a la chica asignada a realizar lo solicitado.

Durante el espectáculo, los asistentes intercambian palabras que causan un combate; el arma principal se concreta en proyectiles verbales que hacen evocar aquellas películas mexicanas de charros en las que Pedro Infante y Jorge Negrete establecían un dúo que lanzaba rimas agresivas para provocar en el adversario una respuesta contundente.

Sin embargo, la lucha ha dejado la Arena Coliseo y se traslada a lugares de esparcimiento juvenil. No es mera coincidencia que esta apropiación venga acompañada de grupos como Lost Acapulco o Sr. Bikini, que tocan con máscaras de luchadores, y que los jóvenes vayan a fiestas enmascarados como El Santo o Blue Demon.

Utilizar estos objetos que aluden a la lucha libre no se puede equiparar con la experiencia vivida de asistir al evento mismo, ver directamente a los ídolos enmascarados en plena acción, de una, a dos o tres caídas, sin límite de tiempo. La recreación del típico antro en Arena Coliseo se inscribe dentro de una dinámica societal mucho más general, en la cual la lucha libre ha sido revalorizada y presentada como una alternativa cultural emergente para los jóvenes de la ciudad de Guadalajara.

 

Académica de la Universidad de Guadalajara