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Siria o el fracaso de la humanidad

Esta semana, una de las noticias más notorias fue el ataque de los Estados Unidos a Siria como represalia por haber usado armas químicas en contra de su propio pueblo. Por supuesto que esta afirmación puede ponerse en tela de juicio. El uso de armas químicas en contra de civiles indudablemente tuvo lugar, al igual que el bombardeo con misiles Tomahawk; lo que no está claro del todo es quién está detrás del ataque inicial. ¿Deberíamos creerle a quienes acusaron a Irak de tener armas de destrucción masiva para justificar una invasión que demostró la inexistencia de dichas armas? ¿O debemos tenerle fe a un dictador conocido por haber usado armas químicas previamente? Es poco probable que sepamos la verdad, por lo menos en el corto plazo.

Lo que queda claro es que Siria representa nuestro fracaso como humanidad. Este país ha sufrido más de cinco años de guerra civil causada por la brutal represión del régimen de Bashar al-Asad (quien quiso impedir un levantamiento similar al ocurrido con otros países durante la llamada Primavera árabe) ante la total indiferencia del resto del mundo. En un principio se trató de hacer una condena desde las Naciones Unidas contra Al-Asad, pero esto fue bloqueado desde el Consejo de Seguridad tanto por Rusia como por China debido a sus intereses en la región (el hablar de la inoperancia de la ONU daría para una serie de artículos), así que los rebeldes quedaron cada vez más aislados, lo que eventualmente provocó alianzas con otros grupos no vinculados a gobiernos, como Daesh, el autonombrado Estado Islámico (ISIS). De alguna manera esto contribuyó a que Europa y Estados Unidos se lavaran las manos, ya que ahora el gobierno de Siria estaba combatiendo al terrorismo. Los intereses geopolíticos imperaban sobre cualquier consideración ética.

Al tiempo, esto generó una de las peores crisis humanitarias en la historia reciente: millones de desplazados por la guerra sin lugar a dónde ir. Una Europa paralizada por su desconfianza hacia la inmigración (inmigración proveniente sobre todo de sus antiguas colonias en África y Asia) que no atinaba a dar una respuesta ante las oleadas de personas que trataban de llegar a Turquía o que arriesgaban la vida en el mar Mediterráneo. Hay miles de testimonios de esta tragedia: los refugiados ahogados en el mar (todavía tengo presente la imagen de un niño pequeño de 4 años, cuyo cuerpo yace inerte en una playa), o hacinados en centros de concentración en Grecia y Turquía ante la negativa de varios países de recibirlos, con la notable excepción de Canadá.

Por un momento, después de los constantes bombardeos sobre la ciudad rebelde de Alepo, el mundo parecía reaccionar. Incluso los aliados de Al-Asad, rusos y chinos, tuvieron que denunciar la masacre sobre civiles desarmados. Las potencias acordaron un cese al fuego en el que se permitiría la evacuación de la ciudad, y el dictador no tendría que sufrir ninguna consecuencia por sus actos: conservaría el poder a cambio de entregar sus armas químicas bajo la supervisión de Moscú. Los años de guerra, los desplazados, los muertos, la destrucción del país no habían servido para nada: los negocios seguían igual que siempre. Hasta esta semana.

Impulsado por la crisis moral de su hija Ivanka, Donald Trump autorizó el bombardeo de un aeropuerto militar sirio, hecho ilegal puesto que es un acto de guerra que tendría que haber sido avalado por el Congreso de los Estados Unidos, y nuevamente pone a la región en un proceso de desestabilización. Trump se niega a recibir refugiados, pero ataca a otras naciones en su nombre: qué ironía.

Todos deberíamos sentir vergüenza por lo que pasa en Siria, pero sobre todo, por nuestra indolencia en esta tragedia.

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