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Arreola, o los prodigios sensibles

Arreola, quien fue siempre un hombre bondadoso y nada egoísta, se mantuvo hasta el final de su vida pública cercano a la gente, compartiendo opiniones y sus conocimientos sobre todas las cosas que le apasionaron; como ser ecuménico –y atento a lo que ocurría en el mundo–, fue capaz hasta de ofrecer, en su momento, un comentario lleno de humor sobre el baile de la lambada, que hizo desternillarse a todos los que asistimos una tarde de miércoles a sus charlas que ofrecía en la capilla del Ex Convento del Carmen.

Hacia finales de los años 80, el fabulador de Zapotlán, llenaba literalmente el recinto, la gente, religiosamente, acudía a escucharlo y a beber de su sabiduría. Yo asistí, prácticamente, a todas sus participaciones –incluyendo a las que ofrecía en la Facultad de Filosofía y Letras, donde enseñaba a leer a los alumnos y a quienes asistieran–.

Siempre lo perseguí, de algún modo… o lo digo de otro modo: siempre estuvo presente Arreola durante gran parte de mi vida: en Zapotlán fuimos vecinos; en el pueblo leí todos sus libros; fui su alumno de lectura en voz alta en la Casa de la Cultura y luego en su casa del bosque; lo vi aquí y allá: en la televisión, en los estrados, en las calles, en su casa de Guadalajara, donde leyó en voz alta uno de los poemas de mi libro La medida, donde me dijo que había sido amigo de mi abuelo, donde hablamos de su vida de lector, donde me dijo, a manera de despedida: “Qué lástima que nos volvamos a encontrar cuando yo estoy a un paso de la tumba…”: Arreola estaba por cumplir 80 años y me habían encargado una entrevista para Tierra Adentro.

Se puso de pie –en seguida de la frase– y caminamos juntos por el pasillo de la casa. Durante el trayecto caía infinito su blanco cabello sobre el piso. Fue la última vez que lo vi con vida. Durante tres años estuvo postrado por la enfermedad. Esperé, noviembre de 2001, su féretro a las puertas del Paraninfo de la Universidad de Guadalajara, donde lo despidieron con honores. A su paso me acerqué para despedirme: robé, entonces, una rosa blanca del arreglo luctuoso, que aún conservo con extremado celo.

Hoy –que escribo estas líneas– voy al relicario para traerla y volverlo a ver. 

victormanuelpazarin.blogspot.mx

JJ/I