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A aplastarlo
Y el sarampión avanza
Hace tres años, cuando suspendí la publicación de esta misma columna, mi vida era completamente diferente.
En aquella última publicación que hice, el 21 de octubre de 2016 en estas páginas, escribía, palabras más o menos, que los hijos te dejaban enormes lecciones de vida. Que se convertían en esos maestros poderosos que te cambian la perspectiva del mundo.
Entonces, yo estaba embarazada de una niña. Le faltaban unas seis semanas para nacer, si los cálculos de los médicos eran tan atinados como suelen serlo. Nikté sería su nombre, el que elegimos aun antes de que supiéramos su sexo. (“Si es niña le ponemos Nikté, para que combine con su media hermana, Xcaret, ambas palabras mayas”, decíamos su papá y yo).
Pues resulta que, en efecto, esa hija me dejó una enorme lección de vida: sobrevivir incluso a pesar de mí misma y mi frágil voluntad.
Ella murió los últimos días de noviembre. Simplemente un día dejé de sentir sus movimientos alocados en mi vientre. Treinta y ocho semanas de gestación tenía cuando eso ocurrió. Perfectamente formada y preciosa. Con el cabello abundante, negro y ensortijado.
Ella murió y se llevó su nombre y mis ganas de vivir. Se llevó los planes que tenía para ella con nosotros y mis letras.
No quise volver a escribir esta columna después de eso. Sentía que no podría hacerlo tanto como en su momento sentí las ganas de, una mañana, ya no despertar y dejar de sufrir todo el dolor que me consumía y carcomía como ratas que devoran desperdicios después de días de no probar bocado.
Con el paso del tiempo, tras un duelo que en momentos parecía no tener fin, descubrí que los hijos dejan lecciones, aun cuando sean hijos muertos.
Descubrí que la vida no es justa ni buena, pero precisamente por esa razón ahora disfruto y valoro más los momentos en familia y con la gente que aprecio.
Descubrí que, sin importar el tiempo ni el vínculo, hay a quienes no les gustó la versión en la que me convertí después de que murió Nikté y que, aunque duela mucho, están en todo su derecho de alejarse o terminar cualquier relación que pudo haber habido en otro momento conmigo.
Descubrí que existen tantos duelos como personas, que no hay una sola forma o un manualito para transitar por el proceso de la pérdida de alguien a quien esperabas con todas tus ganas y tu voluntad, un ser con el que tenías planes para el resto de tu existencia.
Descubrí que a veces hay tanta oscuridad alrededor que no puedes ver a las personas que te aman. Parece como si desaparecieran o en ocasiones sólo fueran siluetas que hablan, pero a las que no escuchas. Pero luego entiendes que son lucecitas en ese mismo túnel lleno de tinieblas a las que puedes aferrarte para que ese mismo negro profundo no te trague y después te escupa.
Descubrí que si sobreviví a esa muerte, puedo sobreponerme a muchas otras adversidades. Que el dolor siempre estará, pero que ahora es como un ruido blanco, como cuando a la televisión se le va la señal y terminas por acostumbrarte porque no hay más remedio.
A veces, a pesar de que casi se cumple el tercer aniversario luctuoso de Nikté, no tengo ganas de levantarme de la cama. Me gustaría cerrar los ojos y que el colchón se convirtiera en una fosa sin fondo en la que pudiera caer eternamente, un oasis alejado de la realidad.
Otras, los mismos conflictos a los que debo enfrentarme cada día hacen que aquella sensación de dolor y ausencia se padezca más, como si los problemas diarios rompieran dentro de mí un frágil equilibrio emocional que apenas puedo mantener.
Cuando siento que no puedo más, cierro los ojos, respiro profundo y tomo con mis dedos el collar que desde hace meses cuelga de mi cuello, en el que hay unos mínimos gramos de las cenizas de mi hija.
Los abro, parpadeo de forma repetida para que las lágrimas no se me acumulen y sigo adelante.
No queda más remedio que enfrentar lo inevitable.
La muerte.
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Twitter: @perlavelasco
jl/i