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Los López amparándose
Porque nos la quitaron
Después de que ya han pasado prácticamente dos meses de las decisiones más estrictas en torno a la contingencia, aquéllas que sobre todo tienen la intención de prevenir contagios masivos, es inevitable pensar en los placeres que, aunque podrían considerarse superfluos, más se extrañan. Salir a un antro o bar hasta altas horas de la noche-madrugada, ir a comer con los amigos y la familia, y asistir a conciertos o espectáculos visuales de cualquier tipo están entre las actividades que por ahora no se pueden (o deben) realizar y que más leo o escucho que extraña la gente.
Mi placer superfluo, ese que añoro montones y que, a decir verdad, no tengo ni idea de cuándo podré volver a disfrutar es ir al cine. No sólo se sabe, hasta ahora, que será uno de los giros comerciales que estarán entre los últimos en abrir, pues implica muchas personas encerradas en un espacio con ventilación artificial, sino que también es previsible que la forma en como disfrutamos del cine cambie por completo.
Los asientos muy juntos, las idas en grupos, las compras en la dulcería o la cafetería, el contacto con tanta gente en muy poco tiempo, no sólo en las salas, sino antes y después de las funciones…
Aunque también he pensado que tal vez sea el momento de retomar proyectos que nos llenen de nostalgia o que muestren a las nuevas generaciones que antes había otras formas de ver el cine. Pantallas al aire libre, en medio de jardines aireados y espaciosos, cuando el clima lo permita y las lluvias tapatías no nos lleguen de repente, o los autocinemas, que convierten a los carros en un lugar mucho más seguro desde dónde ver una buena película, sólo compartiendo ese espacio con gente cercana, con quien convives y a quien conoces.
Sinceramente, aunque los cines abrieran sus puertas en dos o tres meses, no me veo asistiendo como antes. Por más medidas que se pudieran tomar y posibles soluciones que hubiera, algo en mi cabeza me dice que no será una experiencia grata para mí sabiendo que estaré con un montón de gente de la que no conozco sus costumbres, sobre todo en el supuesto de que, cuando reabran estos espacios, aún no haya siquiera un tratamiento comprobado y aceptado para el coronavirus.
Todas esas patinadas mentales son fruto de mi ansiedad, lo sé, porque ni siquiera es inminente que sea una actividad a realizar en el corto plazo, pero están alimentadas por el entorno y la realidad que este año nos rebasó a toda velocidad y sin habernos avisado. Y nadie nos ha dicho cómo podemos manejarlo.
Ir al cine se ha convertido, en mi cabeza, en el momento culminante de haberle ganado la partida a la pandemia, porque sé que volveré a ver una película en la pantalla grande cuando las condiciones del mundo y mis condiciones personales así lo permitan.
Sé que volver al cine implicará que existe una vacuna o que hay un tratamiento eficaz para esta novel enfermedad; significará que una buena parte de la humanidad se ha reencauzado tal vez en una nueva forma, algo distinto a lo que conocemos, pero lo suficientemente viable como para poder retomar nuestras vidas. Volver al cine querrá decir que podremos estar cerca de los demás, de nuevo, sin mayor temor que las preocupaciones que ya teníamos antes; representará que podemos volver a disfrutar de la comida preparada por otros sin más problema que lavarnos bien las manos. Que un estornudo a media película no nos hará ver como bichos raros y podremos compartir las palomitas con nuestros acompañantes.
En mi imaginación, esa que a veces no me deja dormir y me causa insomnios terribles, veo al cine como un triunfo. Porque el día en que podamos volver a las salas, mientras las luces se apagan sabremos que, de alguna forma, vamos por buen camino.
Y tal vez las primeras veces de este regreso alguien, sólo por diversión, se anime a gritar:
“¡Cácaro!”.
Twitter: @perlavelasco
jl/I