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Un México violento
Porque nos la quitaron
Como hemos podido constatar los mexicanos, Andrés Manuel es un personaje lleno de contradicciones entre su decir y su actuar. Se vanagloria de ser el adalid de la lucha contra la corrupción, pero su hermano se mantiene impune luego de ser exhibido cometiendo lo que podría llamarse el acto corruptor primigenio: gestionar y recibir financiamiento ilegal para campañas político-electorales. Dice estar en contra de quienes amasan fortunas mal habidas, pero su jefe de la oficina de la Presidencia ha sido denunciado públicamente por conflicto de intereses, tráfico de influencias y coerción a funcionarios para imponer decisiones que benefician sus intereses y los de sus allegados.
Dice ser un demócrata, pero es profundamente intolerante (ahí están los episodios de ingratitud y desdén con que trata a sus propios colaboradores cuando éstos difieren de su opinión o el escarnio que hace cada mañana de columnistas, académicos y periodistas que critican su falta de resultados y las cifras oficiales inventadas o los lances contra intelectuales y líderes de opinión –con los que se puede estar o no de acuerdo– que ejercen su derecho a disentir); no dialoga y acuerda, tira línea desde su crasa ignorancia y espera lealtad incondicional a cambio; no argumenta, obsequia su verdad incuestionable y descalifica de forma iracunda (y vulgar) a quienes no la aceptan.
Dice ser de izquierda, pero no ha desperdiciado oportunidad para manifestar su rechazo a temas fundamentales como el derecho de la mujer a decidir sobre su sexualidad y su cuerpo, el reconocimiento y protección del pleno ejercicio de los derechos de las personas sin importar su orientación sexual o la eliminación del clima de violencia contra las mujeres. Ha llegado al colmo de inventar la pueril fábula de sus raíces políticas como simpatizante y promotor del partido comunista cuando todo mundo sabe que sus inicios fueron como burócrata priista de quinto nivel.
Dice ser republicano, pero olvida todos los días la necesaria separación entre sus creencias religiosas personales y su actuación como jefe de un Estado laico. Podría pensarse que es una forma de conectar con la gente, de comunicar asuntos importantes de forma directa, llana. Pero no, es algo mucho más tétrico: es el desprecio del predicador por la técnica, la ciencia y la cultura que todo lo cuestionan y contaminan, porque hacen que las personas cuestionen todo y abran sus ojos a nuevas y mejores posibilidades (recomiendo revisar el texto de Guillermo Sheridan publicado en El Universal hace más de un año –25/06/19– titulado “El evangelicalismo y el profeta AMLO”).
Declara: “Vamos bien… se ha podido domar la pandemia”, cuando somos el cuarto país con mayor cantidad de muertes a causa de Covid-19; más de 75 mil mexicanos han fallecido y se sabe que esta cifra oficial subestima en 200 por ciento la cantidad real de fallecimientos (consúltense las notas publicadas en The New York Times, BBC y Deustche Welle durante agosto y septiembre a este respecto).
Presume: “…el caso de México al final va a ser un ejemplo, vamos a patentar esta vacuna... vamos a escribir la experiencia, de qué hicimos nosotros a diferencia de lo que hicieron otros países, con resultados y con datos”, cuando invertimos apenas 1 por ciento del PIB para enfrentar la crisis, cuando el PIB se contrajo 20 por ciento, cuando se perdieron 12 millones de empleos (entre formales e informales), cuando 55 por ciento de la población se encuentra en pobreza laboral y cuando las proyecciones indican que la inversión extranjera directa caerá 25 por ciento para finales de año.
Dice encabezar una transformación histórica del país, pero hasta ahora no existe un solo resultado que lo acredite. Vivimos tiempos de violencia y muerte, decrecimiento económico, involución política, desgarramiento social, negligencia e ineptitud gubernamentales (en todos los niveles) y mitomanía presidencial.
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jl/I