Trump y el nuevo oscurantismo
La tiranía de la ignorancia es la peor de todas las tiranías
Ralph Waldo Emerson
En ambos mandatos, la actitud beligerante de Donald Trump contra la ciencia y la educación ha sido más que una simple estrategia electoral o un capricho personal. Representa, en realidad, un síntoma profundo del “nuevo oscurantismo”: una etapa en la que el conocimiento científico y la investigación académica son vistos como enemigos de un proyecto político que se alimenta de la desconfianza, el miedo y la polarización.
No se trata de una anécdota estadounidense aislada, sino de una tendencia global en la que líderes con discursos populistas encuentran rentable atacar a las instituciones del saber, presentándolas como élites distantes o corruptas, mientras se ensalza la “opinión del pueblo” como fuente última de verdad.
Trump encarnó este giro con claridad. Su gestión de la pandemia es el ejemplo más obvio: ridiculizó el uso del cubrebocas, minimizó los riesgos del virus, desacreditó a epidemiólogos y organismos de salud pública, y convirtió la vacunación en un terreno de guerra cultural. Pero su cruzada contra la ciencia venía de antes. Negó sistemáticamente el cambio climático, debilitó las regulaciones ambientales y redujo fondos a la investigación científica. Contra las universidades desplegó un discurso de hostilidad permanente, acusándolas de adoctrinamiento y de servir a intereses “izquierdistas”. Lo que está en juego no es solo una política pública errática, sino un ataque frontal al lugar que ocupa el conocimiento en la vida democrática.
Ese es precisamente el núcleo del nuevo oscurantismo: así como en el pasado se subordinó el conocimiento al dogma religioso, hoy se lo somete a los dictados de la conveniencia política, el nacionalismo estrecho o la rentabilidad empresarial. La evidencia científica deja de ser brújula común y se convierte en campo de batalla, donde cada afirmación se equipara a cualquier ocurrencia difundida en redes sociales. En este escenario, la ignorancia ya no es un déficit que deba combatirse, sino un recurso político que se capitaliza. De ahí que las teorías conspirativas, el negacionismo y la desinformación no sean simples errores, sino armas deliberadamente utilizadas para socavar el consenso científico y fortalecer una identidad política basada en la sospecha y el rechazo.
Lo grave de esta deriva es que erosiona la confianza pública en las instituciones que sostienen la vida democrática. Una sociedad que deja de confiar en la ciencia o que desprecia la educación superior se vuelve presa fácil del dogmatismo y la manipulación. El trumpismo, en este sentido, no es solo un movimiento político, sino la expresión contemporánea de un oscurantismo adaptado a la era digital: un proyecto que oscurece deliberadamente la razón para mantener el poder en la confusión. Y ese riesgo, conviene subrayarlo, no se limita a Estados Unidos. Allí donde la ciencia es tratada como enemigo y la educación como amenaza, el horizonte no es otro que el retroceso intelectual y la clausura de las posibilidades democráticas. El dicho reza: “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”.
jl/i
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