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Recuerdo de José Luis Martínez (I)

Residió la mayor parte de su vida en la Ciudad de México, pero siempre con un ojo puesto en Guadalajara, y desempeñó numerosas funciones de singular importancia dentro y fuera del país.

Mencionaré solamente la de director del INBA, del Fondo de Cultura Económica y de la Academia Mexicana de la Lengua, además de haber representado a México ante los gobiernos de Perú, de Grecia y en la UNESCO.

Pero cabe mencionar que José Luis Martínez Rodríguez nació el 19 de enero de 1918 en Atoyac, en el fecundo sur de Jalisco, cerca de Ciudad Guzmán, donde estudió parte de la primaria en compañía de Juan José Arreola.

Pero no terminó ahí la primaria. Lo hizo en 1931, con los lasallistas en el antes llamado Distrito Federal.

Importante es consignar que la secundaria y la preparatoria, de 1932 a 1937, unos años muy importantes para aprehender el aire provinciano, los cursó en la perrera tapatía: la Secundaria y la Preparatoria de Jalisco, inquilinas ambas del antiguo convento de San Felipe.

Luego –¡Dios nos guarde!– pasó a estudiar medicina en la UNAM. Fueron dos años que compartió con la carrera de letras españolas en el famoso edificio de Mascarones de la misma institución. Luego se concentró en los estudios literarios, a los cuales les dio mayor riqueza y sustento al agregarle cursos de Historia del Arte y, sobre todo, de Filosofía.

Aquí se trenzó sin saberlo, claro, lo que sería al pasar mucho tiempo un fuerte lazo entre él y yo, porque llevó algunos cursos con José Gaos –entonces recién llegado de España–, a quien tuve el privilegio de tener como maestro 25 años después.

He de denunciar aquí un pecado: José Luis Martínez nunca se recibió.

Además de lo ya dicho, fue académico numerario de la Historia, miembro de la Junta de Gobierno de El Colegio de México, presidente del Pen Club de México, cronista de la Ciudad de México, varias veces doctor Honoris Causa, el pecho lleno de condecoraciones de no sé cuántos países y dueño legítimo de muchos diplomas, entre otros el del Premio Nacional de Ciencias y Artes, suficientes para tapizar todas las paredes de su casa si no lo hubieran estado ya de libros… todo esto sin tener licencia alguna: cuando lo conocí personalmente y lo traté mucho, ni siquiera la de manejar…

Don José Luis Martínez conoció todo el mundo de las letras hispanoamericanas, y éste lo conocía muy bien simplemente como “don José Luis”. No requería de apellido.

Contaba que las dos veces que fue diputado federal por el estado de Jalisco, con frecuencia se dirigían a él como “señor licenciado”, a lo que respondió siempre, sin dejar de darle una chupada fuerte a su cigarro, “le agradezco lo de señor, pero quíteme la licencia…”.

Podemos decir que Martínez fue una costumbre: un hábito que adquirimos sin darnos cuenta, sin siquiera saber cuándo. Formó parte del crecimiento de mi generación y culminó con una magnífica historiografía de todos conocida, de todos admirada y de temas con los que nadie se atrevió durante muchos años.

No es un exceso decir con voz fuerte que, si la literatura mexicana es hoy un paisaje reconocible y reconocido, en muy buena medida se debe a José Luis Martínez. No en vano Gabriel Zaid lo define como “el gran curador de las letras mexicanas”. Falleció el 22 de marzo de 2007.

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jl/I