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Buen viaje a los que murieron… o morirán

Los mexicanos convivimos con la muerte. Está ahí, al lado. Al acecho. Se personifica con un esqueleto lo que es un proceso natural de extinción de la vida, al menos en este plano terrenal. Se mueren el abuelo y la abuela, la madre y el padre. Quizá un hermano o hermana. O un hijo o hija. Tal vez un sobrino o sobrina, un primo o prima, un tío o tía. Alguien siempre desaparece de nuestras vidas. En ocasiones es un amigo o una amiga. O un conocido. La muerte es permanente noticia a lo largo de nuestras existencias. Entre más cercana, posiblemente más dolorosa.

La muerte puede ser lenta, quizá en un periodo sufriente, o repentina, producto de causas como un accidente o una enfermedad fulminante. Pero también, en el México de la violencia, su origen es la agresión homicida. Es otra de las pandemias normalizadas. En algún momento los homicidios dolosos mutaron a números más que a personas, con dosis de interpretaciones mortuorias no sólo sanitarias, sino políticas y criminológicas, que revelan la impunidad medible en cuántos asesinos siguen libres. La pandemia más mortífera ha sido la criminal.

La muerte tiene el don de la ubicuidad. Está en todos los espacios. Uno de sus rostros son las empresas que obligan a sus empleados a seguir trabajando, aunque deban cerrar. Abundan los ejemplos en Jalisco y el resto del país. Importa más que sobreviva el negocio que el asalariado. La vida no vale nada… en muchos negocios.

La muerte tiene nuevo nombre y figura; se llama coronavirus y es, como la pintan, similar a una esfera con diversos filamentos. Es un enemigo invisible que empezó a generar miedos que ascendieron hasta el pánico colectivo, en una construcción social que se atiza diario. Con un rasgo simbólico: ante un planeta ambientalmente dañado, con aire cada vez más viciado, el virus destruye precisamente el sistema respiratorio. Que, sin embargo, está obligando a preocuparse por la muerte de personas desconocidas, pues de su presente podría depender el futuro colectivo, en una ligera fractura del individualismo enfermizo que permite el atisbo, por ahora ínfimo, de consciencia de comunidad planetaria.

Contamos muertos, no vidas. El virus tiene de cómplices a la desinformación, la incertidumbre, la ignorancia y la autoinmunidad declarada con el “a mí no me pasa nada”. O bien es portazo al ego que reclama “¿por qué a mí?”. El mundo, los mexicanos, la mayoría quedó atrapada en un nudo gordiano de emociones no saludables, como la depresión, violencia, paranoia y un racimo de patologías que define el manual DSM V. El agobiante discurso de las llamadas enfermedades crónicas, pronunciado por las autoridades, derivó en un fatalismo y casi sentencia de muerte. La clasificación de las edades arrojó mortajas a los más viejos.

Pasajeros de la vida con destino la muerte, cada quien atraviesa por diferentes tipos de miedos. Los hay para todas las creencias, desde considerar que morir es una fatalidad hasta que es una bendición o un regreso a casa; que lleva a santiguarse ante santos para rogarles protección o rendir culto a la propia muerte. La diosa Mictlancíhuatl y el dios Mictlantecuhtli transmutaron en personajes que abren o no la puerta de Mictlán o del Paraíso.

La pandemia confronta al mexicano con su propia percepción de la muerte. Lo que cada uno considere que significa morir tendrá la oportunidad única de confirmarse o desmentirse en ese momento íntimo de adiós a la vida. Una vida que tiene el sentido que cada uno le dé, y una muerte que también tendrá el sentido que cada uno le otorgue. Honremos a los muertos, entre ellos, médicos y enfermeras, víctimas de un sistema de salud anacrónico. Buen viaje a todos los que han muerto, buen viaje a los que morirán.

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